Este año se cumple el 250 aniversario del inicio del proceso que culminó en la independencia de Estados Unidos. Un conflicto que se fue incubando durante el reinado de Jorge III, un monarca contemporáneo de Federico de Prusia, Catalina de Rusia o María Teresa de Austria, que a diferencia del absolutismo de aquellos sancionó los poderes parlamentarios de la aristocracia inglesa, en un episodio conocido como The Glorious Revolution. Pero la revolución americana no resultó ser un cambio incruento. Derivó en una larga y costosa guerra que provocó decenas de miles de víctimas. El Reino Unido peleó para someter a las colonias en lo que también fue una guerra civil, dado que una parte considerable de la población americana no simpatizaba con los patriotas y prestó su apoyo a la corona, al tiempo que una significada minoría en Inglaterra lo hizo con los americanos. La historiografía calcula que en 1773, en plena revolución, alrededor de un tercio de la población americana apoyaba a los rebeldes, otro tercio al rey y el resto estaba indecisa. El desenlace del conflicto tampoco fue evidente casi hasta el final, y en gran medida como consecuencia del apoyo francés a los rebeldes. Las hostilidades, en un principio dialécticas e institucionales, se centraron en la denominada Stamp Act de 1765, que pretendía simbolizar el derecho inalienable del Parlamento británico a tasar a las colonias como símbolo de su dominio. La respuesta americana al gobierno de Lord North fue un boicot a los productos británicos y un fomento de la piratería para sortear las limitaciones al comercio impuesto desde Londres. Pero, en palabras de John Adams, quien llegaría a ser el segundo presidente de la República, la revolución fue en esencia “un cambio de principios, opiniones, sentimientos y afectos”.
El conflicto tiene su detonante en la deuda que el Reino Unido había acumulado en la denominada Guerra de los Siete Años contra Francia y en su pretensión de obligar a que las colonias contribuyeran al pago. Parte de esa guerra se había desarrollado en Norteamérica, donde Gran Bretaña había arrebatado a Francia el territorio luego conocido como Canadá. Sin embargo, la respuesta de Virginia, la colonia principal, a esa pretensión fue contundente: “Solo los virginianos pueden tasar a Virginia”. Esa postura institucional desembocó en un movimiento popular que se denominó Hijos de la Libertad y que empezó a actuar en las colonias como una fuerza de agitación y de choque. Cuando Londres pretendió disolver las asambleas provinciales, “las sombras del futuro empezaron a tomar forma”. La espiral de la tensión condujo a que en 1770 las tropas británicas dispararan contra una manifestación en un acto que la activa propaganda patriótica denominó la Masacre de Boston. La respuesta del Tea Party (Motín del té) se concretó en el arrojo a la bahía de la mercancía de la Compañía de las Indias, a la que el Parlamento de Londres había reconocido un monopolio en perjuicio de los importadores americanos. El puerto de Boston, cerrado por Londres en represalia, recibió la solidaridad de otros puertos americanos y en 1774 todas las colonias, excepto Georgia, acordaron constituir un Congreso Continental que aprobó reunirse en Filadelfia. Allí se decidió formar un gobierno, recaudar impuestos y formar una milicia. Un proyecto sorprendente para unas colonias que habían mantenido hasta entonces pocas relaciones y cuando las diferencias socioeconómicas entre el norte y el sur ya eran muy significativas.
El conflicto armado estalló al año siguiente en Lexington, cuando la milicia de Nueva Inglaterra disparó a las tropas del rey. Ese mismo año, todos los miembros del Congreso suscribieron la petición de la Rama de Olivo y comisionaron al gobernador de Pennsylvania, William Penn, para presentarla. Hasta entonces, la corona nombraba a los gobernadores de siete colonias; en tres la designación correspondía a grandes electores y en solo otras tres -Massachusetts, Connecticut y Rhode Island- era la población quien los elegía, aunque todas contaban con asambleas electas. Cuando Jorge III se negó a recibir al delegado americano, el Congreso decidió la constitución del Ejército Continental y procedió a la Declaración de Independencia en el verano de 1776. Gran Bretaña, tras reunir un ejercito que contó con el reclutamiento de miles de mercenarios alemanes, desembarcó en agosto de aquel año en Long Island y ocupó Nueva York. Las fuerzas de Washington agrupadas para hacer frente a la invasión, una variopinta milicia de voluntarios de las diversas colonias, retrocedieron, perdiendo batalla tras batalla. Solo tras la audaz travesía del Delaware, inmortalizada por Leutze, y que hoy se expone en el MOMA, alcanzaron los americanos en Trenton una victoria que impulsaría la entrada oficial de Francia en la guerra, que hasta entonces había asistido a los rebeldes bajo cuerda. El conflicto derivó entonces en una suerte de guerra mundial de la época, en la que el escenario continental era solo la pieza de un mosaico mucho mayor y que incluía el Caribe o Gibraltar. España, donde reinaba Carlos III, un monarca ilustrado que previamente había reinado en Nápoles, ayudó, tras el pacto de familia, a la Nueva República para debilitar al común enemigo británico. En el País Vasco, la familia Gardoqui tuvo un papel destacado en el apoyo geoestratégico a esa revolución que reportó, entre otras, la cesión de La Luisiana al Reino de España. Un extenso territorio que más tarde, tras la adquisición por el gobierno de Washington a Napoleón, daría origen a trece nuevos Estados.
La guerra, cuyas principales batallas se dieron junto a la costa, se fue desplazando hacia el sur tras el fracaso de la invasión de Burgoyne desde Quebec, que culminó en la importante victoria americana de Saratoga. A finales de 1777, los británicos solo ocupaban Nueva York, Filadelfia y Newport. En 1778, ofrecieron la reconciliación y olvidarse de los impuestos. La captura de Charleston y de Georgia por las tropas del rey tuvo su réplica en la toma de control por los patriotas de los territorios de Kentucky, Michigan e Illinois. De esta manera, el gobierno americano adquirió un territorio mayor que el que originariamente ocupaban las trece colonias. El desembarco francés en 1780 de 5.000 hombres, que reforzó en particular la capacidad de maniobra marítima hasta entonces en manos británicas, culminó en la batalla de Yorktown. La derrota de las fuerzas de Cornwallis hizo ver a los británicos que no iban a poder ganar la guerra. Una conclusión a la que, por su parte, había llegado años antes Washington, cuya estrategia había sido fundamentalmente evitar la aniquilación de su ejército. El Tratado de París (1783) reconoció finalmente la independencia de la República americana y puso fin al conflicto que pudo haberse evitado si se hubiera escuchado a Franklin, probablemente el intelectual y científico más destacado de la época, quien durante años y en el mismo Londres había advertido sobre la necesidad de que el Imperio Británico se reconfigurase en su eje atlántico, dadas las expectativas de crecimiento americano. Puede deducirse que la obcecación de la corona y de Westminster alimentó la revolución y condujo a la independencia.
El efecto de la revolución americana fue descomunal. Solo algunos años más tarde, la revolución llegó a Francia y paradójicamente le costó la cabeza a quien fuera el gran aliado de los americanos: Luis XVI. Medio siglo más tarde, otra ola revolucionaria condujo a la independencia de las colonias americanas del Imperio Español. Pero en lugar de una unidad política, ese proceso derivó, en contra de la voluntad de algunos de sus protagonistas principales, como Bolívar, en más de 20 naciones. El éxito americano, que se ha prolongado durante dos siglos y medio, ha estado en buena medida fundado en su unidad y en una política migratoria que ha contribuido a centuplicar su población. Todavía, el territorio de Estados Unidos podría acoger sin grandes problemas a varios cientos de millones más.
La Constitución de 1787, todavía en vigor, es una magnífica pieza de arquitectura política. Paradójicamente, consintió el exterminio de la población indígena, la esclavitud de la población afroamericana y la minoración civil de las mujeres. Sin embargo, y aunque tampoco incluyera una declaración de derechos, que se fueron incorporando progresivamente en forma de enmiendas, resulta un enigma histórico que una población de menos de tres millones de habitantes, como en la Euskal Herria contemporánea, fuera capaz de concitar en su entorno a figuras como las de Jefferson, Hamilton o los ya mencionados Franklin, Adams o Washington. Su contribución a pergeñar la entidad política más poderosa de la modernidad sólo es comparable al legado que para la civilización occidental ofrecieron un número aún mucho más reducido de griegos hace más de dos milenios.