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Oír campanas y no saber dónde

Oír campanas y no saber dónde, como reza el dicho popular. El autor del artículo se enreda en una maraña que le es ajena, de la que quizás le haya llegado una sobredosis de información no del todo digerida y mucho menos asimilada.

Es la teoría de la vasconización tardía de los territorios vascos una cuestión nada baladí. Una hipótesis que ha hecho correr ríos de tinta y lo que aún nos quedará por ver. Nada que objetar a quienes la defienden y tampoco a los que la tienen por incorrecta. Más allá de argumentos basados en una reconstrucción filológica de lo que pudo haber sido, lo cierto es que el análisis arqueológico de esas etapas históricas no se compadece con un presunto basculamiento de pueblos de más allá de los Pirineos o del área vascona que lo justifiquen. Por el contrario, los datos sobre el poblamiento, sus modelos y distribución señalan machaconamente hacia un máximo en la ocupación del espacio en época romana y no en los llamados siglos oscuros de la Antigüedad tardía. Del mismo modo, la cultura material -los artefactos-, y los modelos de asentamientos, abogan por una importante relación entre los distintos territorios vascónicos peninsulares bajo la órbita de Roma -caso especialmente llamativo el de Álava y Navarra-. Quizás no sea aún concluyente pero, para mí, el rechazo a la vasconización tardía es una hipótesis digna del mayor de los créditos científicos.

Y si en lo científico el tema es discutible qué decir cuando nos adentramos en el terreno personal, donde la cuestión se hace sangrante. El autor trae a colación los muy a mi pesar controvertidos hallazgos de Iruña-Veleia de los que algo sé como exdirector de las excavaciones arqueológicas de aquel yacimiento. Yo sigo considerando genuinos aquellos descubrimientos y aún nadie me ha demostrado científicamente lo contrario. Con respecto a la querella que me interpuso la Diputación Foral de Álava siempre he mantenido mi inocencia y declarado en sede judicial -de lo que obviamente hay registro documental- que no he realizado ninguno de los grafismos, dibujos e inscripciones sobre los hallazgos arqueológicos hoy en litigio. Nadie ha declarado, por otra parte, haberme visto realizando tales acciones sobre las citadas piezas por lo que en el artículo del Sr. Aranguren se cuelan falsedades de calibre monumental. Ha confundido el alambicado argumentario de un peritaje de parte -el análisis grafológico- con el desarrollo de los hechos. Un peritaje, generosamente pagado con dinero público, que no tiene empacho en invadir competencias de otras disciplinas y lanzar coloridas aseveraciones a mi juicio con nulo fundamento, tal es así que, al parecer, incluso la pretensión de publicarlo en un medio grafológico ha obtenido el rechazo como respuesta. Concluyo recomendando un exquisito cuidado en la comprensión lectora cuando nos ponemos a opinar públicamente sobre vicisitudes como estas, que afectan no solo a temas científicos sino y, sobre todo, al derecho al honor de las personas.