La Unión Europea consume unos 500 mil millones de metros cúbicos de gas al año, un 10% menos en los años de la crisis. Como solo produce unos 150 mil millones, tiene que importar la diferencia, unos 300/350 mil millones de metros cúbicos al año. Además, las reservas de gas de Holanda, Reino Unido y Alemania están en proceso de agotamiento, lo cual significa que, si no cambia el modelo energético, en unos años la demanda de importaciones aumentará en unos 100.000 millones de metros cúbicos extra.

Los suministradores tradicionales son Rusia, que suministra por tuberías unos 150.000 millones de metros cúbicos y Noruega, con 100.000 millones. Argelia suministra unos 50.000 millones y otros países de la ex Unión Soviética y Qatar aportan unos 25.000 millones cada uno. Solo Qatar y Argelia aportan una parte significativa de su gas a través del proceso de licuefacción que, siendo más caro que el gaseoducto, permite mayor flexibilidad en el transporte.

Hasta ahora, los únicos países con capacidad exportadora suficiente para abastecer el vasto mercado europeo son Rusia, Noruega y Qatar, pues el resto de suministradores de África, la Confederación de Estados Independientes y Medio Oriente solo alcanzan a proveer el equivalente a lo que exporta Noruega. Es decir, no hay suministradores alternativos. Además, las reservas conocidas se concentran en Rusia e Irán (cada uno el equivalente a 70 años del consumo normal anual de toda la UE), Qatar (50 años) y Turkmenistán (40 años).

En estas condiciones, parece que lo más adecuado para garantizar la seguridad energética a corto y medio plazo de la UE sería una política de buena vecindad con los principales suministradores, buscando una aproximación progresiva hacia una plena integración económica y política del espacio europeo. Hasta hace unos pocos años parecía que esa era la orientación estratégica de la Unión. Pero, de pronto, ha aparecido una variable nueva en el escenario, que algunos analistas de inteligencia norteamericanos no dudan en denominar como “el evento más fundamentalmente transformador -en términos sociales, económicos, y en última instancia políticos- de las últimas décadas” y que no es otro que “la revolución de los combustibles fósiles no convencionales”, esto es, el gas no convencional procedente de la fractura hidráulica (fracking) y el petróleo no convencional (shale oil) procedente de las pizarras bituminosas.

En una década, Estados Unidos ha duplicado sus reservas conocidas de gas, actualmente equivalentes a 20 años del consumo anual europeo, y pueden multiplicarse aun por dos o por tres, si el subsuelo es capaz de aguantar la presión que supone el procedimiento de extracción (por ejemplo, son ya numerosos los movimientos telúricos registrados en las zonas de extracción, en particular en el noreste del país, similares al que se produjo en el delta del Ebro como consecuencia de la bolsa de almacenamiento del proyecto Castor, que va camino de dejarnos sin gas y con 1.350 millones de euros de deuda a todos los contribuyentes hispanos, en otro caso más de la ineficiencia del mercado energético).

Como en Estados Unidos la exportación de gas está sometida a estricto control del gobierno, y las autorizaciones son muy pocas -desde 2011 solamente se han autorizado seis terminales de exportación frente a más de dos docenas de peticiones, ante un fuerte debate interno entre la industria manufacturera (contraria) y los productores de gas (favorables) a autorizar las exportaciones-, actualmente hasta un tercio del gas producido por el fracking se quema en el lugar de extracción por falta de uso productivo. Pero la cosa va a cambiar porque el gobierno norteamericano ha decidido que en Europa dispone de un mercado potencial que puede hacer rentable la construcción de las costosas infraestructuras gasísticas del gas licuado. Estados Unidos aún requiere tres o cuatro años para desarrollar la infraestructura capaz de exportar gas de forma masiva. Pero, mientras tanto, se puede ir expulsando del mercado europeo a los suministradores baratos de gas por tubería y en particular al mayor de ellos.

Algunos analistas norteamericanos sugieren que mientras Europa espera la llegada al rescate del gas norteamericano, debe ir reduciendo la dependencia del gas ruso por el procedimiento de terminar de vaciar las reservas de gas del Mar del Norte, pidiendo a Noruega que suministre más gas, bajando la temperatura de los termostatos y finalmente, tal como propuso el presidente Obama en marzo pasado, aplicando las técnicas de fractura hidráulica en el densamente poblado y montañoso territorio europeo.

A pesar de lo ridículo e inviable de estas ideas, la UE parece que se las toma muy en serio. Se da por sentado que si la UE empieza a comprar gas licuado caro a Estados Unidos y deja de comprar gas por tubería barato a Rusia, eso es bueno la para la seguridad energética europea. Y esta suposición está en la base de los movimientos geopolíticos recientes de la UE por todos conocidos, en particular en Ucrania, tal como se expresa en declaraciones como la de principio de diciembre del VI Consejo Energético USA-UE, donde se afirma que la Unión Europea se compromete a respaldar al nuevo gobierno ucraniano no por su cuenta, sino agarrada codo a codo con Estados Unidos. Tras afirmar que la energía no se debe utilizar como arma política, se complace el consejo con la decisión de la UE de hablar con una sola voz (política) en materia de energía, es decir, de no admitir discrepancias en este asunto. Dicho esto, se da la bienvenida a la posibilidad futura de realizar exportaciones de gas licuado desde Estados Unidos a Europa, para lo cual afirma que hay que desarrollar terminales de gas licuado en Europa -a financiar se supone por la propia UE- como la terminal recientemente inaugurada en Lituania, las proyectadas para el conector báltico entre Estonia y Finlandia o el de Grecia y Bulgaria, y la proyectada terminal de gas licuado en la isla Krk de Croacia.

Aparte de que no está muy claro para qué se necesitan unas cumbres energéticas bilaterales con un país con el cual no se comercia energía ni se comparten mercados energéticos, lo que parece fuera de toda duda es la voluntad de la UE de proseguir codo con codo con la estrategia de expulsión de Rusia de cualquier proyecto europeo de largo plazo. Y olvidándose de la imprescindible (para la UE) mejora de la conexión gasística con ese país, se pone el acento en las imprescindibles (para USA) inversiones (europeas) en infraestructura para la recepción de gas licuado norteamericano.

La suspensión rusa de la construcción del gaseoducto South Stream está provocando un desgarro político en la Unión que se tradujo por ejemplo en que Hungría, el país más reacio a la deriva energética actual de la UE, no participase en la cumbre en Bruselas del 9 de diciembre de países concernidos por el asunto. Pero ello no mereció ni siquiera una línea en los comunicados emitidos por Bruselas, y por supuesto pasó desapercibido en los medios de comunicación europeos.

Y frente a ese desastre estratégico de pérdida de una conexión directa entre la UE y su más importante (ahora y en el futuro previsible) suministrador de gas, tan solo se ofrecen buenas palabras sobre mejora de las interconexiones comunitarias y la diversificación de suministradores, un mantra que se concreta en que bajo dudosas consideraciones de seguridad energética, la UE haya decidido financiar la construcción de un mercado europeo para el gas norteamericano, que aun no han llegado al mercado, y cuyo futuro es problemático, pues depende de la sostenibilidad ambiental de las técnicas de extracción -algo dudoso a la escala que se pretende aplicar- y de que el precio del petróleo sea elevado pues por debajo de unos 60 dólares el barril, el gas y petróleo no convencionales solo siguen explotándose por consideraciones de soberanía nacional y poder de Estados Unidos. Es decir, por el carácter de arma política de la energía.

Ante tanta irresponsabilidad y membrillismo, lo único que podemos aspirar a sacar en limpio en Euskadi es que la UE financie al fin la mejora de la interconexión eléctrica y energética con Francia. Pero tal como van las cosas, a lo peor ni eso.