Puede ser una de las últimas aportaciones del PP al fortalecimiento del sistema de libertades públicas y derechos fundamentales.
En primer lugar está la dimisión del ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón, cuyo fundamento se atribuye a discrepancias con su Gobierno en relación a la Ley del Aborto, pero que ya venía larvándose con leyes tan desafortunadas como la Ley de Tasas Judiciales, que enfrentó al PP con todos los operadores jurídicos, muchos de ellos de ideología conservadora, lo que ya empezó a quebrantar la posición política del ministro. Las discrepancias sobre la Ley del Aborto constituyeron la guinda final.
El segundo episodio llamativo ha sido el cese del fiscal general del Estado por unas pretendidas razones personales que encubren un manifiesto intento de controlar gubernativamente esta importante pieza del sistema judicial. Eduardo Torres Dulce era un hombre conservador y probablemente empatizaba con la ideología del partido gobernante, pero era un fiscal profesional y, para lo que se estila, razonablemente neutro.
En su última comparecencia para la explicación de la memoria de la Fiscalía en sede parlamentaria, aseveró que él no era el fiscal del Gobierno hasta el punto de que bajo su mandato se habían podido tramitar asuntos tan vidriosos como la trama Gürtel, la operación Púnica, con dificultades el caso Nóos, con mayores dificultades todavía un tibio intento de defensa de los fiscales catalanes en relación a la consulta y otras que supusieron la reacción fulminante del Gobierno y su dimisión por razones personales.
Lo anterior ya acredita que si en algún aspecto hay que modificar la Constitución es en la configuración del Ministerio Fiscal en su artículo 124, posibilitando que la defensa de la legalidad no se transmute, como ha ocurrido tradicionalmente y con todos los partidos, en la defensa de los intereses gubernamentales, en no pocas ocasiones accionando en contra de los derechos y libertades de los ciudadanos. El Ministerio Fiscal debe ser designado y controlado por el Parlamento o los parlamentos de un Estado plurinacional, garantizando de esta manera un fiel cumplimiento de sus obligaciones constitucionales.
Ha existido un tercer episodio, sin precedentes en democracia, que ha consistido nada menos que en el plante de la práctica totalidad de los magistrados de la Sala de lo Penal contra las instrucciones del Gobierno español. Constituye una verdadera atrofia democrática intentar utilizar al Tribunal Supremo para avalar posiciones exclusivamente gubernamentales. Afortunadamente, los magistrados, en el ejercicio de la independencia y neutralidad que les requiere la Constitución, han tenido el coraje de oponerse a semejante intento de manipulación, circunstancia inédita en cualquier país democrático.
La historia comenzó con la trasposición al ordenamiento jurídico español de cuatro Instrucciones Marco europeas de 2008 y 2009 estableciendo el sistema de reciprocidad en materia de cumplimiento de sentencias impuestas en otros países cuando los presos pretenden terminar de cumplirlas en su Estado de origen. El tiempo cumplido de una sentencia condenatoria en un país extranjero debe servir para aminorar el tiempo en el Estado español, que siempre sería el restante al impuesto por la sentencia condenatoria original. En virtud de lo previsto en estas normas de cumplimiento en otros países -normalmente Francia-, determinados presos de ETA -algunos muy conocidos- fueron puestos en libertad con las alarmas, a veces un tanto sobreactuadas, que estas circunstancias provocan.
Esta situación provocó altisonantes declaraciones de responsables políticos, de asociaciones de víctimas y tronantes editoriales de algunos medios de comunicación, hasta el punto de que la confusión se apoderó de la propia Audiencia Nacional, órgano encargado de la aplicación de la norma y que dictó resoluciones contradictorias entre sus Secciones Primera y Segunda. Todo ello en virtud de una confusa enmienda incorporada en el Senado a propuesta del PP, manifiestamente contradictoria con las Instrucciones Marco europeas. Dicha enmienda pretendía determinar los criterios de cumplimiento a través de la legislación española, y particularmente el Código Penal y la Ley General Penitenciaria, a sentencias dictadas en un país extranjero, innovando su contenido. Intentar modificar una sentencia dictada por un país extranjero y congruente con su propia legislación -en Europa menos excepcional que la legislación española para los delitos de terrorismo- supone nada menos que vulnerar un específico aspecto de la soberanía de un Estado extranjero, cual es la de dictar resoluciones por su administración de justicia y atendiendo los requerimientos de su ordenamiento jurídico. Lo anterior ya suponía pasarse varios pueblos y, afortunadamente, el Tribunal Supremo no ha avalado ninguna operación de estas características.
Desde una perspectiva mediática, ha resultado también muy llamativa la tramitación del sumario del caso Nóos y los distintos avatares que han afectado a la infanta Cristina de Borbón, quien al final va a terminar sentándose en el banquillo de los acusados. Todo ello a pesar de los desvelos del fiscal Pedro Horrach, quien ha transfigurado su misión de ejercer la acción penal y perseguir el delito en la de abogado defensor de la infanta.
A veces, actitudes como las del juez José Castro y otros que han tramitado sumarios que comprometen la honestidad política de importantes responsables del PP -soportando presiones a veces sutiles y a veces manifiestamente groseras, intentos de traslado, actos de disposición de su situación cuando es en comisión de servicio y otras maniobras orquestadas- hacen que muchas personas se reconcilien con la administración de justicia, que ha pasado de ser un poder que la ciudadanía observaba con sospecha en lo atinente a su independencia y neutralidad a ir adquiriendo una creciente aceptación en las encuestas que miden la popularidad de las distintas instituciones.
El Presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, ya comentó que este país aplica una ley reguladora del procedimiento penal más propia de robagallinas que útil para afrontar delitos de carácter económico y corrupción política crecientemente sofisticados. De eso se trata.