ese periodo de declive se puede gestionar de varias formas. Pragmáticamente, como hicieron en buena medida los británicos al abandonar la India y otras antiguas colonias y redefinir su relación con ellas mediante la Commonwealth. O se puede hacer a la francesa, encastillándose en unas posiciones insostenibles mientras se agotan los recursos y se pierde guerra tras guerra (Indochina, Argelia). Las administraciones de la dinastía Bush, sin cambios importantes durante el interludio de Clinton, se inclinaron por la segunda opción. Fue fruto de la arrogancia imperial, alimentada por la tensión ante el inminente declive y una mala comprensión de las transformaciones fundamentales del sistema internacional.
La llegada al poder de Barack Obama despertó grandes expectativas de cambio en la política exterior de Estados Unidos que, como auguraron todos los expertos en relaciones internacionales, eran imposibles de cumplir en su primer mandato. Variar la política exterior de un imperio siempre es difícil, pero resulta una tarea casi sobrehumana durante la fase de declive imperial. Los obstáculos son gigantescos, al igual que los intereses creados.
Sin embargo, en los últimos meses se van haciendo visibles cambios importantes que llevaban mucho tiempo en la cocina diplomática. Es ya un secreto a voces que Estados Unidos ha dejado de aprobar todo lo que hace Israel. De momento, no ha votado en contra de su socio en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y oficialmente sigue apoyándole, pero sus comentarios cada vez más críticos con el Gobierno israelí le dejan claro que ya no tiene un cheque en blanco. Dicho de otra manera, se le ha hecho ver a Israel que no va a seguir condicionando toda la política exterior de Estados Unidos en un área tan vital como Oriente Medio y el mundo árabe. Pese a las presiones del aún poderoso lobby judío y las resistencias de la propia Secretaría de Estado, Obama parece decidido a seguir este nuevo rumbo. Solo así se explica que un país europeo haya reconocido ya al Estado palestino y que la Unión Europea lo esté debatiendo seriamente.
Como las sorpresas no vienen solas, hace escasamente unos días el mundo asistió atónito a las declaraciones oficiales de la Casa Blanca que mostraban su deseo de normalizar sus relaciones con Cuba. Poco a poco se van conociendo los detalles de esta operación, que se inició hace cinco años. Es cierto que había habido algunos guiños a la isla y que se había rebajado mucho la tensión en los discursos. Pero pocos esperaban que el viraje fuese tan profundo.
El verdadero objetivo de la política exterior de Obama es gestionar de forma inteligente el declive imperial para que Estados Unidos reacomo de su papel en el nuevo contexto, aceptando su pérdida de poder relativo respecto a otros actores emergentes (China, India, Brasil, Turquía, Pakistán e Irán) tratando de no dejar ningún vacío geopolítico significativo en el proceso.
Para ello debe hacer varias cosas. Por un lado, reducir los compromisos internacionales y con ello el coste de su política exterior, sobre todo en defensa. Desde el comienzo de la crisis, ha reducido el presupuesto de defensa en un significativo 4%, algo inédito. Ello incluye rebajar la presencia militar en misiones y guerras heredadas de administraciones anteriores como Irak o Afganistán. También significa reordenar sus prioridades y redefinir las estrategias incluso en conflictos y áreas estratégicas que venían siendo centrales en la política exterior norteamericana tradicional, como Cuba o Israel. Por otro lado, debe fortalecer sus alianzas estratégicas con diversos socios y lograr que estos se hagan cargo de una parte mayor de los costes de la seguridad. En esta línea, en la última reunión de la OTAN obtuvo el firme compromiso de los socios para aumentar significativamente sus presupuestos de defensa y contribuciones a la misma.
En efecto, las cosas están cambiando en Estados Unidos, tanto como en Cuba o en Israel. Los jóvenes no ven el mundo del mismo modo que los hacen sus mayores. Tienen otros valores, prioridades y sentimientos. La mayoría de jóvenes israelíes están tan hartos de su conflicto como los jóvenes árabes, y ello se ve en el aumento de los objetores de conciencia y el crecimiento de los movimientos pacifistas y todo tipo de ONG.
Del mismo modo, no es menos cubano que su padre el hijo del exiliado o el emigrante nacido en Miami que apoya el acercamiento a Cuba y la normalización de las relaciones entre sus dos patrias. La diferencia de criterio con sus padres no los convierte en gusanos, como tradicionalmente los exiliados venían llamando a los traidores para su causa. Para los padres, Cuba es la patria añorada y los Castro son el diablo. Para los hijos, Cuba es la patria de sus padres y sus sentimientos familiares no cambian el hecho de que son ciudadanos norteamericanos por nacimiento, no por asimilación. Probablemente, estén deseando que las relaciones se normalicen para poder ir de visita en navidades o verano y para invertir en la isla, aprovechando su conocimiento de la cultura y la sociedad cubanas. Del mismo modo, la élite dirigente norteamericana, formada ahora por otra generación, la de Obama, también ve a Cuba de otra manera.
Probablemente estén hartos de un conflicto igualmente heredado y de la asfixiante presión del lobby cubano. Finalizada la Guerra Fría y desaparecida la Unión Soviética, Cuba ha pasado a ser más una imponente oportunidad de negocios y nuevos mercados que un peligro estratégico para su seguridad. Ya no asusta ni siquiera el comunismo de la isla. Los nuevos líderes, mucho más preocupados por afianzar su presencia en Asia oriental y central, no ven el momento de quitarse de encima el tremendo compromiso que adquirieron con el exilio cubano y limitar su capacidad de presión sobre un asunto que ha dejado de ser una prioridad de su política exterior. Es muy significativo que las negociaciones con el régimen cubano las hayan conducido dos asesores jóvenes y no viejos dinosaurios de la diplomacia.
Estados Unidos lleva ya tiempo tejiendo alianzas con diversos socios en todos los continentes (Japón, Turquía, Chile) y redefiniendo sus estrategias en función de los cambios en el contexto internacional. En plena euforia por la victoria en la Guerra Fría tuvo que responder al reto que plantearon los europeos al crear la Unión Europea en Maastricht, constituyendo inmediatamente el Tratado de Libre Comercio con Canadá y México (Nafta). La crisis económica iniciada en 2008 y la consolidación de las potencias emergentes, que han creado foros políticos y económicos alternativos, les obligan a redefinir viejas prioridades (Cuba, Israel) y a adaptarse mediante nuevas estrategias como el misterioso (y amenazante para el modelo europeo de bienestar) tratado de libre comercio Estados Unidos-Unión Europea.
Teniendo todo esto en cuenta, al final parece que acertó el jurado que concedió a Obama el Nobel de la Paz. El doble mandato de Obama podría estar sentando las bases de un importante cambio en la agresiva política exterior norteamericana. Lo que también está claro es que estos cambios se producen no tanto por un cambio de valores, sino por la redefinición de los intereses y la creciente debilidad del imperio que ha dominado el mundo en las últimas siete décadas.