Ahora bien, creer que en el programa se encuentra la gran clave de unas elecciones es un error propio de una mentalidad formalista. La gente vota por identidad-afinidad o vota a un partido para castigar a otros. Si se fijara con detenimiento en los programas tal vez sería peor: podría detectar la hipocresía de quienes prometiendo una cosa hacen otra. La prueba del 9 de los programas está en la práctica y sabiendo lo que hacen los dos partidos mayoritarios a nivel estatal ¿qué argumentos hay para votarles? Incumplir las promesas electorales sin el menor arrepentimiento está en el ADN del bipartidismo. Cuando se está deteriorando velozmente la ya escasa calidad democrática ¿a quién le importa los programas que no se cumplen? Lo que la ciudadanía quiere es terminar con un bipartidismo oprobioso, fuente de todo tipo de corrupciones. La reforma de la Constitución en su artículo 135, hecho con nocturnidad y alevosía no fue sino un secuestro de la democracia. Ahora, Pedro Sánchez, quien escribió una loa a la reforma, se arrepiente. Está bien, pero ¿lo hubiera hecho sin que Podemos le pisara los talones?
Los dos partidos mayoritarios en el Estado español participan de los mismos o parecidos esquemas en el modo de hacer política, se protegen para seguir siendo los canales privilegiados de acceso a los recursos del estado, utilizan las mismas mañas, viven frecuentemente en conspiraciones internas de partido para estar mejor colocados y tocar poder, y se aprovechan de puestos públicos para mejorar sus niveles de vida, por aquello de que el bienestar empieza por uno mismo.
No sé cuántos son los políticos que han metido y meten la mano en el cajón de todos. Pero aunque sean pocos (más de 1.500 casos de corrupción están en los juzgados), se han encargado de extender entre la ciudadanía una sospecha generalizada y han degradado la política. Y esa percepción cuenta más que la realidad objetiva. Tiene razón Félix Hereña, en su artículo de 20 de noviembre en este mismo diario, cuando plantea que lo que está en juego es plantar la semilla de un nuevo régimen. Y eso, más que un programa -que también-, requiere de nuevas mentalidades y nuevas formas de hacer política. La gente lo que quiere es decencia, gobernantes en los que confiar y el fin de los recortes que van derribando el estado del bienestar. Una dignificación de la política que pasa por sustituir la vieja planta de 1978 por otra que sea transparente, más democrática y posible de fiscalizar.
Mucha gente antes apática se ha incorporado al empuje de un movimiento de ciudadanía, desde su hartazgo, con la voluntad de cambiar la correlación de fuerzas en las instituciones, algo básico para emprender un proceso constituyente que inaugure una nueva política en la que la soberanía esté realmente en el pueblo y no atrapada por partidos políticos.
Así pues, mucha gente no se va a fijar en los programas sino que votará para acabar con la corrupción, contra los privilegios de los profesionales de la política, contra la manipulación que lesiona gravemente la división de poderes, contra la injusticia de una justicia que no es igual para todos, contra una monarquía impuesta, contra el poder de los bancos que tiene secuestrada a la ciudadanía, contra el mal gobierno que sirve a los intereses de una minoría obscenamente enriquecida, contra el paro, contra los desahucios, contra las privatizaciones, contra un modelo productivo basado en la especulación. Más que leer la letra de los programas, la gente se va a fijar en quién y quiénes le inspiran confianza. Precisamente, voces del PP y PSOE que exigen respuestas programáticas a otros, son los que nos han hundido con decisiones antisociales. Sus programas sí que ya no interesan a mucha gente.
Cuando PP y PSOE hablan de programas uno exclama ¡no, por favor! Ya sabemos lo que son vuestros programas, mentira y servilismo a la banca. Los partidos del bipartidismo, para mucha gente de a pie, están descalificados, representan lo que hay que rechazar. Lo que dice mucho en favor de una ciudadanía que ve en ellos el disfrute ilegítimo de prebendas de todo tipo. Pero es verdad que hay otros partidos menores que no han sabido, querido o podido romper con un modo de hacer política y participan en su medida del mismo régimen agotado. Y es que la vieja cantinela que dice “vivimos en el mejor sistema que te permite cambiar el voto cada equis años”, es un camelo. Así es como durante décadas se ha venido reproduciendo un escenario en el que arriba siempre están los mismos con las mismas corrupciones políticas y económicas. La democracia sostenida por el régimen del 78 es por consiguiente delegativa. Usted delega en un partido y en unos representantes y dentro de unos años puede delegar en los mismos o en otros. Entre votación y votación ellos incumplen sus promesas y hacen lo que quieren. La democracia delegativa se sustenta en una ciudadanía pasiva que confunde la democracia con la votocracia. Confusión alimentada por los partidos que viven en y del régimen.
Es por todo esto que la ciudadanía, en general, ni se fía ni confía en los programas. Se fija en las personas que conectando el dial de la gente, pone palabras a lo que la mayoría social piensa. Es con esas personas que han decidido empezar desde abajo, comenzar de nuevo, y que nos hablan de deconstruir lo viejo para levantar una nueva realidad política, con las que mucha gente conecta. Lo que ofrecen estas nuevas voces que dicen mucho de lo que pensamos es que la vida política tiene que representar los intereses y los anhelos de la gente. Y nos aseguran que la actividad política no debe estar concentrada en una minoría profesional sino en la acción de la ciudadanía, porque el poder debe distribuirse en la sociedad. Y nos proponen que los partidos políticos no deben ser el refugio de tramas y cúpulas, sino agrupaciones transparentes de servicio público. Y nos afirman que en caso de incumplimiento de las promesas electorales debe practicarse la revocación de cargos. En fin, nos prometen que la democracia no debe ser la propiedad de una minoría que ha hecho del régimen del 78 un instrumento para la concentración del poder, apoyándose en la ausencia de mediación real entre gobernantes y gobernados.
La participación ciudadana en la formación de voluntades de gobierno, en lo local, en lo autonómico, en lo estatal, no como concesión de los gobernantes sino como derecho ciudadano, es precisamente la bóveda de una nueva planta política. Hay que acabar con esa doctrina que reduce lo democrático a un simple método para la constitución de una autoridad política y que fomenta la obediencia de la ciudadanía a los poderes. Hay que ir contra una democracia minimalista que prostituye la promesa democrática de participación. Reclamamos la democracia como forma de vida, la soberanía popular como piedra angular radical de la que nacen las leyes y que hace que el atributo de la soberanía sea permanente, de tal modo que cuando las leyes ya no pueden contener los deseos legítimos de la gente, se modifiquen. La ley no es un bate de beisbol para golpear, sino un instrumento para vivir mejor. Así pues, la Constitución no es más que el resultado de la soberanía popular, es propiedad del pueblo que la puede cambiar.
Así pues, el mejor programa será aquel que contenga un proceso constituyente y dé la palabra y la capacidad de decisión a la soberanía popular. Y, desde luego, para Euskadi será mejor tener en Madrid a un nuevo interlocutor con el que se pueda hablar y llegar a un acuerdo para el ejercicio de nuestro derecho a decidir. Con los de antes ya sabemos lo que nos espera.