Hay debates ascendentes y otros descendentes. Los primeros nos hacen ser más inteligentes; los segundos, como el Pleno sobre la corrupción del jueves, más estúpidos. Lo peor es que todos estamos de acuerdo en que la vida política española se desliza con rapidez por una vertiente que nos lleva a la catástrofe. El ciudadano de a pie grita con zozobra un día sí y el otro también que no quiere esa clase de líderes, que no le gusta España, que prefiere ser Dinamarca, Noruega, Reino Unido o Alemania, adonde se van nuestros jóvenes en desbandada. Pero para convertirnos en esos países europeos no solo hay que cambiar a los políticos, también al pueblo, sus gustos, sus preferencias, sus exigencias. De otro modo, solo será Dinamarca de cintura para arriba, y España cañí de cintura para abajo. Los gobernantes no son plantas que nacen y crecen en medio de la nada, no son incompetentes, ambiciosos, ladrones y corruptos solo por decisión propia. Se hacen, crecen y se multiplican en el fango de una sociedad permisiva, colaboradora, que estimula o consiente sus bajas pasiones. Estas líneas no quieren ser una justificación para los cientos de corruptos que nos invaden y golpean a diario, sino una protesta por tanta condescendencia. Hay autonomías que eligen y reeligen como presidentes, parlamentarios, alcaldes y concejales a personas que han robado, que han mentido, que han desprestigiado las instituciones. Hay partidos que nos piden credibilidad, cuando sus dedos y su lengua son pura bazofia. Y se la damos, y estrechamos su mano, y casi les pedimos un autógrafo. Ellos son culpables, ¿y nosotros? El Gobierno Rajoy está manchado con la guerra sucia desatada en Catalunya contra los soberanistas; ha protagonizado un lamentable Pleno sobre la corrupción; y ahora con artimañas y engaños ha modificado una ley para impedir la excarcelación masiva de presos vascos que acumulan penas cumplidas en Francia. Yo protesto por las tres afrentas, que empobrecen nuestra democracia y nos convierten en estúpidos.