La depresión de la tumbona, también conocida como el síndrome de las vacaciones o del tiempo libre, es una enfermedad real y bastante generalizada de personas cuyo organismo se rebela y renquea al cambiarle el ritmo del trabajo diario, por un periodo de relajación, playa y chiringuitos. No es una broma, es algo científicamente probado. A los dos días de iniciar las vacaciones empiezan a notar una serie de síntomas extraños como fiebre, agotamiento, dolor de cabeza, somnolencia, apatía, incluso náuseas y vómitos. El perfil de estos pacientes es principalmente de ejecutivos, acostumbrados a vivir en la ciudad, seguramente usuarios diarios del coche, de las retenciones y de los semáforos en rojo, acostumbrados a la cafeína y al estrés mucho más que al sol y al aire puro.
Al parecer, el organismo se relaja y la hormona adrenalina que impulsa el sistema inmunológico, y el cortisol que trabaja como antiinflamatorio, sufren un desfase que generan las anomalías citadas. Según María Jesús Monteagudo, psicóloga e investigadora del Instituto de Estudios de Ocio de la Universidad de Deusto, lo que “nos enferma no son las vacaciones, sino el ritmo vital que tenemos el resto del año y el choque frontal que supone para muchas personas pasar de la presión del trabajo y del esfuerzo por la conciliación familiar y laboral a disponer de tiempo libre”.
Yo lo que veo aquí es un dilema de personalidad: o trabajamos para vivir, o vivimos para trabajar. Es claro que en los dos casos es fundamental el trabajo, pero parece más racional el primero. La competitividad, la innovación, la internacionalización no debe, ni puede robarnos la vida familiar y social, porque al final, cuando nos miremos el alma, descubriremos que está totalmente empobrecida. Estoy convencido que las empresas serán más punteras con empleados y directivos equilibrados. Y serán más imaginativas, más sociables, y con fórmulas más creativas, si sabemos conjugar trabajo y vida familiar.