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Carta al beso

Hablar del beso es hablar de la harina, los huevos, el aceite o la sal; elementos esenciales que la naturaleza nos dona para embalsamar la dureza del sol y el frío, el hambre, el deseo, la monotonía y la gravedad. Los hay dulces y crueles, de picapedrero, donde acaba la inocencia, matones y de traición, entre otros muchos. Retoñan los recuerdos y a los corazones tiernos les producen pánico. Cuestión de costumbres. Los georgianos del Cáucaso besan en los labios a los hombres, y algunos rusos: son fogosos. Si un mafioso te besa en los morros, ya has caído: prepara el traje de pino. Si besas a Jesucristo en un cuadro o en un evangelio apócrifo o historieta bíblica (aunque lo haya declarado oficial un emperador como Constantino), como le ocurrió al pobre Judas, ya has caído: eres un miserable por los siglos de los siglos, amén. Y así sucesivamente. En caso de desamor o celos, el mejor picapedrero de esas enfermedades son los besos. Nada tiene que ver con los eructos, aunque los besos de los políticos a los niños en tiempos de campaña electoral se parezcan demasiado al sebo eructado. El beso no tiene letra de médico o garabato críptico, el beso es como las amapolas, nace en ribazos y malezas, en cunetas y ezpondones donde también los almendros y cerezos silvestres, en los rincones, en las alcobas, en el recreo y en las romerías al pie de las ermitas. No hay quien los detenga, ni por decreto ni por tortura. Es un problema serio para los inquisidores de todos los tiempos, incluidos los actuales que condenan a las mujeres que aman la libertad y la vida con el beso de la muerte abortiva, como los mafiosos, que por cierto van mucho a misa los domingos y fiestas de guardar. En fin, regálame un beso grande con la boca grande antes de que se me dispare la imaginación o la memoria selectiva. Bésame con todo el cuerpo, como hacen las madres con los niños o las novias con los novios. Amén.