Teléfono de la Esperanza: 902 500 002
el informativo denuncia un nuevo caso de violencia de género con consecuencias doblemente trágicas. Media hora después, alguien que había conseguido la fotografía del presunto autor del crimen suspendido por el cuello de la cuerda que sirvió para acabar con su vida, concitaba varios compañeros de viaje absortos observando -con asombro pero sin sonrojo- la pantalla del teléfono móvil donde se mostraba la funesta imagen. Una escalofriante fotografía de un ahorcado enviada por un amigo que trabaja en el periódico y que, además de poner la piel de gallina a las personas que involuntariamente participábamos del indecente espectáculo, le proporcionaría la gloria en los tres minutos que transcurren entre San Inazio y Gurutzeta.
El cruel documento tiene el valor de la exclusividad, nunca se mostrará en los medios de comunicación, ya que las imágenes de suicidas no se pueden publicar. Parece existir cierto grado de acuerdo al respecto. La aparición de noticias sobre personas que se quitan la vida puede generar un efecto llamada y provocar una reacción en cadena que multiplicaría el número de suicidios como ocurrió después del tratamiento mediático de la muerte de Marilyn Monroe o tras la publicación de libros como Final exit o Eutanasia: la estética del suicidio.
Al fenómeno se le denomina efectoWerther haciendo referencia al protagonista de la novela de Goethe, que incapaz de asumir un fracaso sentimental, termina quitándose la vida de un disparo en la cabeza. La obra no solo conmocionó la moda y tendencias de la juventud de la época sino que llegó a ser prohibida en algunos países, acusada de desencadenar una ola de suicidios que imitaban la estética y el método que utilizó el protagonista. La sociología explica estas agrupaciones por un fenómeno de aprendizaje social. La noticia serviría de modelo a personas en situación de fragilidad psicológica, que acabarían considerando el suicidio como una solución aceptable para sus problemas y se decidirían a llevarlo a cabo.
El corolario parece evidente: cuanto más publicidad -indiscriminada- reciba un suicidio, mayor será el número de personas -susceptibles- que se quitará la vida tomándolo como modelo. Una conclusión que se hace más dramática si tenemos en cuenta que el fenómeno afecta preferentemente a menores de 24 años y personas ancianas. Los estudios para comprobar la veracidad de esta teoría de la transmisión por contagio están muy limitados por lógicas cuestiones éticas. Sin embargo, una reciente revisión de los publicados concluye que el efecto es real: las cifras de suicidios aumentan si aparece uno en los medios, aunque no existen pruebas concluyentes de que la magnitud del estallido de imitación sea tan importante como se pensaba. Lo que sí ha quedado patente es que el factor que más influye en la intensidad del efecto Werther no es el hecho de hacer pública la noticia sino el manejo informativo que se haga de ella. Factores como el lugar que ocupe y la forma que tome, las imágenes que la acompañen y la popularidad de la persona fallecida, entre otros, modulan el impacto que tendrá en las personas vulnerables.
Así las cosas, la sospecha de un vínculo causal en una cuestión de salud de tal magnitud (en nuestra comunidad se estiman, al menos, 160 muertes suicidas al año) impone la aplicación del principio de prudencia, extremando las precauciones en lo que se refiere a la información que se ofrece sobre las personas que se quitan la vida. Después de años en los que las noticias eran ocultadas por razones religiosas o culturales, se impuso otro silencio por el temor al efecto dominó, y la mayoría de los medios continuaron silenciando todo lo referente a las muertes suicidas. Razones culturales y un exceso de celo profesional mantenían un problema de salud pública de primera magnitud invisible para los gobiernos que optaban por no incluirlo en su agenda de prioridades.
Afortunadamente, en los últimos años un abordaje más sereno ha facilitado que muchos medios de comunicación y organizaciones sanitarias elaboraran protocolos para el tratamiento periodístico de este tipo de muertes y, aunque no conseguían un efecto preventivo patente, el respeto a las premisas básicas aconsejadas consiguió atenuar el efecto llamada.
Con la llegada de la crisis económica, el péndulo osciló al otro extremo y hoy es posible encontrar este tipo de hechos en portada, con titulares sensacionalistas y fotografías que parecen concursar al Pullitzer de la ignominia. Ahora no se duda en atribuir un suicidio a situaciones coyunturales como un desahucio, dificultades económicas o problemas personales de escasa envergadura. Entrar en este terreno resbaladizo y sostener que se trata de un hecho noticiable porque su fin último es llamar la atención sobre una injusticia social o política nos llevaría a la espeluznante falacia de justificar la muerte de una persona por su utilidad para remediar un conflicto.
Una argumentación inexacta y que contradice una de las recomendaciones más solidas sobre el enfoque periodístico de estos hechos. En ningún caso existe una relación única de causalidad y tampoco debemos permitir que el utilitarismo sirva como justificación cuando lo que está en juego es una vida humana. Para que un detonante desencadene el fatal desenlace se deben alinear múltiples factores, entre los que no podemos ignorar los psicológicos, las enfermedades, los conflictos familiares e interpersonales, la soledad, el abuso de sustancias y los acontecimientos estresantes.
Nuestra autonomía nos legitima a decidir si aceptamos o no un tratamiento médico, aunque la negativa pueda implicar graves consecuencias e incluso la muerte, sin necesidad de explicar las razones que nos mueven a tomar una decisión de ese calado. Además, nuestro derecho a la confidencialidad nos protege de exponerlo públicamente. En cambio, en el caso del suicidio los derechos parecen desaparecer bajo los efectos de la vacuna trivalente compuesta por el derecho a la información, la libertad de expresión y el interés público: un acto que es la manifestación suprema de la intimidad acaba sobrepasando el ámbito privado, se expone públicamente y se difunde sin límites, sin condiciones y sin considerar el dolor, las repercusiones sociales y la estigmatización que acarreará a la familia. Sin embargo, no son los medios los responsables únicos de esta paradoja. Solo son el reflejo del aturdimiento ético que invade a la sociedad y que propicia que, en lugar de acercarnos a acompañar a las familias que viven esta tremenda tragedia, respetar su privacidad y proteger su confidencialidad; disfrutemos consumiendo titulares sensacionalistas, explicaciones innecesarias y morbosas fotografías.
Si finalmente consideramos que la libertad de expresión prevalece sobre el derecho a la intimidad y que es necesario informar abiertamente sobre un suicidio, abordémoslo con sensibilidad, prudencia y objetividad. Respetemos los derechos de la víctima, observemos los de su familia y amistades y evitemos su contagio a las personas vulnerables.
Las recomendaciones para minimizar el contagio existen, solo resta aplicarlas y colaborar con todos los recursos a nuestro alcance para intentar disminuir la incidencia de un azote que se cobra más vidas que los accidentes de tráfico. Conseguir, cuando menos, que después de leer o escuchar la noticia se dimensione la verdadera magnitud del problema, se conozcan las señales de alarma y se tenga una referencia clara de los recursos preventivos existentes en la comunidad servirá para ayudar a las personas en situación de riesgo y para concienciar a la administración, algo similar a lo que ocurrió con la violencia de género.
(*) Médico