SI de algo no se puede acusar al Gobierno del PP es de estar inactivo. Aprovechando, por ejemplo, la dedicación y empeño de alumnos destacados de la Asociación Católica de Propagandistas (San Pablo-CEU), el Opus Dei (Universidad de Navarra) y la Compañía de Jesús (ESADE), a los que han colocado al frente de las responsabilidades de gestión de las dependencias ministeriales, en tres meses han cambiado el modelo energético, reforzando a las grandes empresas eléctricas y el peso de las energías consumidoras de materias primas no renovables; han establecido un marco de reformas del sector financiero, con dinero público para reforzar la concentración empresarial privada y obligando a destinar parte de los beneficios bancarios al saneamiento de sus balances; han apretado las tuercas del fisco a directivos y profesionales asalariados con los salarios más elevados. Para la primavera y el verano se anuncia el desmantelamiento del sector público autonómico y la privatización de servicios, asunto que se verá reforzado, al parecer, cuando se presenten los presupuestos de 2012. Luego, por Navidad o año nuevo, seguramente, un aumento del IVA para reforzar ingresos fiscales.
Pero ahora la medida estrella es el cambio de modelo laboral, mal llamada reforma. El Gobierno ha decidido jubilar el modelo del diálogo social y la fijación concertada mediante convenios de los precios de referencia en el mercado de trabajo, para establecer un modelo individualizado de relaciones laborales que refuerza el poder del comprador frente al vendedor en los contratos de alquiler de trabajo, reduciendo el peso de las garantías judiciales y económicas que tenían estos ante decisiones arbitrarias de los compradores a la hora de cancelar los contratos, ampliando el periodo de prueba sin indemnización en empresas de menos de 50 trabajadores de tres meses para obreros y de seis meses para técnicos a un año para todos, y dilatando la gama de actividades y compromisos que los vendedores están obligados a aceptar en los contratos, como la movilidad geográfica o la ampliación del abanico de tareas a ejecutar.
Con estas nuevas reglas de juego, el papel de la patronal queda puesto en cuestión, y los sindicatos reducen considerablemente su cometido en la negociación de condiciones generales de los contratos, para pasar a ejercer funciones de intermediación en caso de desacuerdo entre comprador y vendedor o vendedores, asumiendo tareas que antes eran judiciales, pero sin capacidad ejecutiva ni resolutoria. En todo caso, patronales y sindicatos están obligados a pasar por un periodo de reconversión profunda, que incluye un cambio en las formas organizativas y un cambio de cultura, para llegar a ser capaces de ofrecer servicios personalizados a su clientela.
El decreto ley pretende modificar la tendencia a la extinción de los contratos laborales y cierre de empresas como procedimiento habitual para afrontar crisis de cierto calado, como la de 1993 o la actual, y sustituirla por una práctica más generalizada de suspensión temporal de los contratos, aunque sus objetivos inmediatos son, por un lado, facilitar los despidos en el sector público y, por otro, aumentar la parte de los beneficios en el valor añadido. Al margen de que ambos objetivos inmediatos puedan tener un contenido ideológico (es decir responden a afirmaciones implícitas en muchos discursos, de que "lo público es malo, lo privado bueno"; "los salarios siempre son, por definición, demasiado altos" y cosas así), o de poder social en torno a la distribución del producto, a corto plazo están vinculados con la gestión de la deuda.
Cuando se adoptó oficialmente el euro, en diciembre de 1995, las empresas no financieras tenían un volumen de financiación externa de 200.000 millones de euros. Cuando comenzó a circular el euro en 1999 el endeudamiento de las empresas españolas era de 261.000 millones de euros. Cuando estalló la crisis financiera internacional, en agosto de 2007, el endeudamiento de las empresas se elevaba a 1.162 miles de millones de euros, y siguió creciendo hasta alcanzar los 1.325 mil millones de euros en julio de 2009. En diciembre de 2011, la deuda de las empresas se eleva todavía a 1.261 mil millones de euros, es decir, la cantidad que tenían al entrar en vigor la moneda única ¡más un billón de euros más!
La parte de financiación de las empresas procedente del exterior es casi la mitad del total, pues en septiembre del año pasado la deuda externa de las empresas se elevaba a los 436.000 millones de euros, más otros 179.000 millones de euros de préstamos dentro de grupos empresariales multinacionales. Es decir, por cada euro de deuda pública externa, hay 1,6 euros de deuda externa empresarial (y dos euros de deuda bancaria).
Lo cierto es que esos niveles de endeudamiento, interno y externo, a los que ha llegado la economía española, no derivan de las necesidades normales de la producción y el consumo, sino que responden a una enorme burbuja especulativa y a las operaciones de compra de activos, locales y extranjeros, en los que se embarcaron muchas empresas durante los años de vacas gordas gracias al crédito fácil suministrado por los bancos, estos envueltos también en la orgía de compras de títulos de propiedad -sobre empresas, suelo, edificios, créditos hipotecarios, seguros, derivados (apuestas) sobre tipos de cambio y tasas de interés, y todo lo que se pusiera por delante- financiadas con el crédito concedido entre ellos a través del mercado interbancario.
Estimando un interés medio equivalente a lo que se paga actualmente por los títulos públicos de deuda a diez años (5,4%), la deuda empresarial genera unas rentas de cerca de 70.000 millones de euros que hay que transferir anualmente a los acreedores. La deuda de las administraciones públicas, genera unos intereses de unos 40.000 millones de euros más. Por tanto, el sector productivo, público y privado, está obligado a transferir cada año a los acreedores financieros intereses por importe equivalente al 10% del producto interior bruto.
Si el Gobierno aplica una política orientada a reducir los salarios y aumentar los beneficios, y a reducir el gasto público por debajo de los ingresos (el famoso déficit cero) es porque se ha decidido que la prioridad del momento es pagar los excesos de los años de crédito abundante e irresponsable, y que los tienen que pagar los deudores: el Estado, reduciendo gastos; las empresas, aumentando beneficios; los bancos, liquidando posiciones; las familias, ahorrando más; y el país, exportando más e importando menos. Los menores salarios, servicios públicos deteriorados, desempleo masivo y estancamiento económico a medio plazo son consecuencias ineludibles de esta decisión.
Todo ello supone la constatación de que el valor real de la economía no es el que reflejaba el nivel de crédito y de posprecios de los activos que se alcanzó antes del estallido de la burbuja. Y, por lo tanto, el salario real actual tampoco refleja el nivel (más bajo) de riqueza real que puede generar la economía. Pero un reconocimiento que se hace de una forma muy determinada. La devaluación interna es, en definitiva, la expresión del poder total de los acreedores sobre los deudores. De eso va también la reforma laboral en curso.