Un retórico discurso sobre la convivencia, y la imposible promesa de que serlo contribuirá de modo fundamental a lograr el fin de la violencia, ha logrado que un proyecto confuso, pobre, y eminentemente político, que no cumple con los principios, ni con la razón de ser de este evento, convierta a Donostia-San Sebastián en la co-Capital Europea de la Cultura en el año 2016. Florencia, Linz, Essen y Estambul consiguieron serlo gracias a un programa real de recuperación del patrimonio histórico, de mejora de su desarrollo urbano, de conocimiento, análisis y difusión de su historia, cultura, y arte, por la puesta en valor -en suma- de su identidad cultural, como parte de la identidad común europea, que es lo que se pretende potenciar con objeto de acrecentar el sentido de pertenencia de los europeos a un proyecto común. La propuesta donostiarra carece de verdaderos contenidos culturales de futuro. Ni Tabakalera, el Victoria Eugenia, San Telmo, la Casa de la Paz, ni los actos y actividades en pro de la conciliación, la gastronomía, el feminismo o la paz, presentados como tales, lo son.

Las razones de este galardón no tienen que ver con la cultura, ni con Europa, sino con un jurado más inclinado a arrogarse el mérito y la fama de redimir a las ciudades que hacen de sus problemas sociales o políticos la base de su propuesta (así sucedió con Liverpool, Rhur, Marsella, Sibiu) que a cumplir con los objetivos de lograr legitimar la Unión Europea a través de lo que nos une a todos los europeos: la cultura. Ahora tendremos que esforzarnos por corregir la imagen de una sociedad conflictiva y violenta que ha ofrecido "nuestra" candidatura, y demostrar que somos una ciudad digna de ser visitada y conocida, con una rica cultura y una brillante historia de la que el terrorismo solo es un episodio pasajero.