uN buen amigo suele decir que la tragedia de las revoluciones es que fracasan al día siguiente de la entrada triunfal en la Plaza Mayor. Que una cosa es hacer la revolución y otra acertar en gestionar el poder. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que mi amigo sea un conservador ni que no le gusten las pancartas y las barbas pobladas. Ni mucho menos. Solo que plantea lo difícil que es pasar del lema al proyecto, de la asamblea permanente al plan de acción, de los ideales a los hechos, del documento programático al pacto con el contrincante. Hay un abismo entre lo que aguanta el papel y la realidad. He pasado una buena parte de mi vida profesional creando estrategias para avanzar en la igualdad y no hay mayor lección de humildad que tener un hijo y saber lo que vale un peine. No es la primera vez que digo que si no hubiera surgido el 15-M esta sociedad estaría definitivamente en coma. Es más que normal el cabreo y la impotencia; es más que lógico que se señale a quienes ocupan las instituciones y que se les llame cobardes por sucumbir a los financieros, pero tampoco encuentro soluciones en los mensajes que salen de las tiendas de campaña. Si para algo debería servir todo esto es para azuzar las conciencias, pero no solo la de los políticos. Y es que en todo lo que ha pasado me da a mí que habría que hacer algo más de autocrítica; de por qué puñetas se nos fue a todos la olla detrás del dinero fresco y nos empeñamos en atar los cerdos con longaniza, ir de marca y comprarnos casa de veraneo en Alicante cuando, siendo sinceros, lo nuestro daba, como mucho, como para ir tirando.
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