Los antiguos griegos lograron hacer del deporte un vehículo de perfección moral y paz política por medio de las olimpiadas y nosotros, los actuales pueblos del mundo, intentamos ahora lo mismo no sólo con olimpiadas sino también con campeonatos mundiales de diferente tipo, como el mundial del fútbol. Todos menos algunos locos, como los musulmanes fanáticos de Somalia que mataron a dos personas y detuvieron a veinte por ver partidos de fútbol. Azotar a personas o matar, contraviniendo cualquier mandamiento elemental de la religión de Cristo o la de Mahoma, resulta para esos salvajes menos importante que su extraña necesidad de castigar una inocente distracción. La venganza y el castigo han crecido en sus demenciales miradas como lo más relevante de su religión, deformándola. No es extraño que surjan leyes para controlar estos extremos en Europa, para evitar burkas y otros vestidos que encierran a mujeres en prisiones visuales. Si no nos cuidamos, perderemos más partidos que la selección nacional, pero pagaremos no con sudor sino con sangre. Mientras millones de personas disfrutan sin ofender a nadie cómo unos señores corren detrás de un balón y cuando lo encuentran lo patean para volver a buscarlo y empezar de nuevo. Tal vez sea una locura, una pérdida de tiempo y de dinero, como dicen los fanáticos islámicos, pero no hacen daño a nadie y divierte a muchos y millones de muchachos del mundo se reúnen así para hacer deporte en vez de aburrirse y molestar a otros o hacer daño, pues gobiernan su cuerpo por medio del deporte y dirigen su mente a través del esfuerzo y el trabajo en comunidad para poder marcar en ansiado gol.
30 años después había profusión de libros esclareciendo y definiendo toda clase de problemas sociales, analizando causas, investigando hechos y tendencias, clasificando actitudes, vigilando el proceso educativo y la afirmación de valores. Un empirismo guiado racionalmente era el factor base del conocimiento aceptado y las verdades de la fe -si estamos dispuestos a aceptar este término- se habían convertido en suposiciones particulares basadas en creencias; creencias que, siempre que estén obligadas a eludir alguna parte de la realidad, pierden su validez general.
Tras la elección entre esa oferta opípara de libros a que nos referimos, cuyos autores eran defensores de la laicidad y profesores universitarios en su mayor parte, cada lector seguía unas pautas a la hora de ordenar e insistir en la lectura del importante número de libros ya seleccionados. Particularmente, yo seguía esta tríada poco conocida: a) libros con un capítulo a tener en cuenta; b) libros con dos capítulos a tener en cuenta; y c) libros con tres o más capítulos a tener en cuenta. A estos últimos les consideraba imprescindibles.