En Detrás del cielo, Manuel Rivas nos embarca en una historia que atañe tanto a la vida de las personas, a la caza del ser humano por sus semejantes, como a los animales y a la naturaleza. Y trata también de personajes insólitos, náufragos de una resistencia imperfecta y amoratada, entrañables habitantes de la adversidad. Todo esto representado en seis cazadores que hacen los preparativos para la batida de sus vidas. Los une una mezcla de amistad, ansias de poder, conexiones profesionales e intereses económicos. Su objetivo: un jabalí, el Solitario, que arrastra una leyenda de criminal.
A lo largo de la novela plantea una reflexión que me gustaría lanzarle: ¿Cree que puede un animal ser un criminal, un asesino?
Yo creo que esa concepción, esa mirada, no sirve, y tiene que ver precisamente con una mala mirada hacia la naturaleza, o una mirada equivocada, de trasladar los esquemas humanos. Vemos que entre los animales evidentemente hay lucha, hay caza en el sentido de la supervivencia, e incluso hay resistencia frente a esta maquinaria tan destructiva que significa el modelo en el que vivimos los humanos. Lo que se da en la naturaleza es supervivencia.
En el papel de este animal concebido como criminal encontramos al Solitario, un jabalí diferente al resto, pero con una leyenda construida fruto de los rumores. ¿Qué lleva al ser humano a obsesionarse tanto? Muchos al fin y al cabo han intentado darle caza y ninguno lo ha logrado. Parece la cruzada por cazar a Moby Dick.
Sí que puede recordar (risas). El Solitario puede ser modestamente mi Moby Dick. Moby Dick es un personaje que tiene nombre, igual que el Solitario. Ponerle nombre es como poner alma a las cosas. Por eso es tan importante nombrar. Ocurre durante la novela como un proceso de recuperación del nombre, la propia naturaleza trabaja para recuperar el nombre que se ha convertido en una caricatura de lo que significaba.
"Ocurre durante la novela como un proceso de recuperación del nombre"
Afirma que dar nombre es dar alma, pero parece que dar apodos también. Aquí, además de al Solitario, encontramos al Divagante, al Otro... Si no se tiene apodo, en esta novela es como no existir, ¿verdad?
(Risas). Bueno, es parte del medioambiente cultural en el que me crié. La gente es más conocida por el apodo en muchos casos. Yo por ejemplo viví varios años en una zona rural en Galicia, muy cerca del mar, en la Costa da Morte, y en el municipio en el que estaba hicieron una guía telefónica con los apodos de la gente. Yo creo que está más el alma en el apodo. Es una creación cultural popular, y me gusta mucho intentar hacer una narrativa que mantenga la oralidad.
Esta es además una novela de contrastes. Pasamos de la naturaleza a la prisión que es Edén (un club de alterne que es más bien el Infierno), unos piensan que defienden el entorno natural cazando a un animal, hay amor, desamor, odio, rencor...
Totalmente. Justamente yo diría que es lo que atraviesa toda la novela, aparte de las historias que cuenta. Tiene esa pugna, esa lucha, como elemento común. Es una lucha que se da en el interior de cada persona y también en los ámbitos compartidos y lo vemos continuamente de una forma cada vez más virulenta y polarizada. Es la lucha entre la excitación creativa y entre la excitación destructiva. Todos llevamos dentro un Heros y un Tánatos.
También encontramos mujeres fuertes que luchan contra todos los elementos.
Fíjate, que lo que mueve sobre todo a estas mujeres es esa pulsión creativa, que es la pulsión solidaria, de ayuda mutua, de liberarse realmente, porque ahí sí que estamos hablando de una esclavitud. El Edén es una especie de Infierno terrenal, y ese tipo de paradojas por desgracia las vemos en muchos lugares. Italo Calvino decía que el mundo es un Infierno pero que hay que buscar las zonas que no tiene de Infierno, y creo que en esta novela esa pulsión está ahí.