Todos los años la chavalada de Zarraluki solíamos bajar un finde a los sanfermines. Bueno, yo una chavala, lo que se dice una chavala, ya no era. Me refiero al año en que volví a ver al Calimero, en una cafetería frente a la estación de autobuses de Iruña.
Por entonces, la mayoría de los jóvenes de mi edad hacía algún tiempo que habían volado del pueblo, a trabajar en alguna fábrica o algún centro comercial de la capital, o a Francia o Alemania, a hacer algún Erasmus del que nunca habían regresado…
Algunos hasta se habían casado y solo volvían a Zarraluki en verano o durante los carnavales. Y, la verdad, era como si vinieran ya disfrazados, tan serios y tan formalicos y con esos hijos pequeños a los que exhibían como trofeos −“Miradlos, ellos ya no serán nunca unos pueblerinos, como vosotros”, parecían querer restregarnos en los morros−, esos hijos a los que reñían hasta por respirar, como si ellos nunca se hubieran ensuciado de barro las playeras cogiendo cabezones en el río o las manos tirándoles piedras a los seguratas de las obras del pantano.
Pero bueno, yo tampoco era nadie para juzgarlos: había llegado a Zarraluki ya mayorcica, con once o doce años, y la idea de largarme del pueblo nunca se me había pasado por la cabeza, después de todo lo que había peleado la ama para volver.
El caso es que los fines de semana solía juntarme con los chavales y chavalas de quince, dieciocho años... En los pueblos pequeños, como el nuestro, en realidad, eso siempre había sido así, cuando salíamos a otros sitios íbamos en manada, todos juntos, como una tribu, los más jovencicos con los solterones de veinticinco o treinta, protegiéndonos unos a otros: si alguien, por ejemplo, se metía en una bronca, todos a muerte con él, tuviera razón o no (que, por lo general no solía tenerla).
Los sanfermines, de todas maneras, no eran como esas fiestas en los pueblicos de los alrededores, donde bastaba cualquier excusa, yo qué sé, que a alguien se le derramara un poco el katxi al bailar Nicaragua sandinista, para que se liara parda; en Pamplona, por el contrario, podíamos desperdigarnos sin problemas entre toda la marabunta, e incluso si nos encontrábamos con alguno de Olariz, de Iturrigorri, de Iribertegi...
Nos saludábamos con unos abrazos que pa qué o nos invitábamos a rondas en los bares... Aparte de lo de la txozna: otra de las razones por las que bajábamos todos los años un finde a los sanfermines, además de para bebernos hasta el agua de los floreros, era para hacer barra en un turno que los ecologistas cedían en su txozna a la Coordinadora.
Y allí solíamos coincidir con la juventud de todo el valle, pues en eso, en la lucha contra el pantano, estábamos todos de acuerdo y hacíamos piña, tanto que, a veces, con el roce, alguna pareja de pueblos rivales hasta acababa enrollándose, o dos cuadrillas enemigas se mezclaban y salían de marcha juntas después del turno... Eso sí, lo que pasaba en Iruña, se quedaba en Iruña.
Aquel año, de hecho, yo había ido a los sanfermines por eso más que por otra cosa. Para hacer barra, quiero decir. Aparte de que en las txoznas iban a tocar Los Pajarrakos, un grupo de napar-mex del valle. Pero en el fondo me daba mucha pereza. Hacía ya algún tiempo que me sentía un poco depre, y cansada. Igual me estaba haciendo vieja, no sé, la cuestión es que ya no me apetecía mucho salir.
Así que al acabar el turno, cuando acabó el concierto de Los Pajarrakos y los demás tiraron para lo viejo, yo me di una vuelta por los jipis, y por las barracas, y al final, hacia las seis de la mañana me fui a la Plaza de Toros, a ver el encierro.
Todo en mi vida era así, pura contradicción. De la txozna de los ecologistas a la Plaza de Toros. Y de allí, a la cafetería frente a la estación de autobuses, donde habíamos quedado a las diez para volver todos junticos a Zarraluki.
Llegué tres cuartos de hora antes, pero me entretuve disfrutando del espectáculo: los patas que llegaban, después de toda la noche de farra, tambaleándose, engorilados, untando churros en un katxi de kalimotxo, con sus collares de los negros, el gorro de Gora Euskadi!, alguno hasta con una ristra de ajos al cuello…
Y, entre todos aquellos zombis, de repente vi aparecer al Calimero. Estaba solo. Bueno, llevaba aupas un pollo de peluche enorme, amarillo, que debía de haberse sacado en la tómbola o en las carreras de camellos, y al que había vestido con una camiseta de “Delirium Tremens”, que tenía toda la pinta de ser la suya, porque él iba a pecho descubierto.
De vez en cuando, el Calimero se paraba a hablar con el pollo o lo acercaba a la gente con la que se cruzaba.
Yo me quedé un poco flipada. El Calimero siempre había sido un chaval tímido y asustadizo, muy poca cosa. Había ido durante dos o tres años a clase con él, en el instituto de Olariz, y ni siquiera recordaba su nombre de pila. Tampoco sé muy bien por qué lo llamábamos así.
Me imagino que porque los otros chicos solían hacerle llorar a menudo. “Calimero, ¿qué rima con laboratorio?”, recuerdo que solían preguntarle. Y antes de que pudiera contestar o huir, le pellizcaban las tetas, retorciéndoselas con saña. “¡Pezón giratorio!”.
El caso es que yo estaba sentada junto a la barra y, como si tuviera un imán para los frikis, el Calimero se colocó junto a mí, aunque al principio, con el ciego que llevaba, ni me vio.
−¡Una caña para mí y otra para el pollo! −pidió al camarero.
Mientras le servían se entretuvo jugando al tirapichón con unos vasos de la barra y una pistolita de agua que sacó del bolsillo trasero.
−Oiga, que estoy borracho pero todavía doble no veo. Falta la caña del pollo −reclamó el Calimero, cuando el camarero le sirvió solo una cerveza.
Y entonces, al volverse buscando a alguien que se solidarizase con aquella discriminación avícola, fue cuando se fijó en mí. Se quedó un rato mirándome con los ojos entrecerrados, como buscando un faro entre la niebla de alcohol, hasta que se iluminó:
−¡Transi! −gritó, y luego me abrazó.
A mí me dio un poco de repelús. Olía a vinazo y a sobaco. Y no me gustaba que la gente me tocara. Cuando el Calimero se separó, recordé además que en el instituto también sentía cierto rechazo hacia él. No soportaba que fuera tan débil, que permitiera que los otros chicos le hicieran eso. Y a la vez me sentía mal conmigo misma, porque en el fondo sabía que el Calimero era parecido a mí, diferente a los otros. Se trataba, pues, de una especie de autorrechazo.
Creo incluso que el Calimero me gustaba un poco, pero en aquella época no sabía si me gustaban las chicas o los chicos, y eso me irritaba, me volvía violenta. Como cuando, un verano, jugando a verdad o atrevimiento, me burlé de aquella niña que se había enamorado de mí, Rebeka Urtubia. No. Yo no era así. Solo estaba confundida.
Me rebelaba contra aquella obligación de tener una identidad claramente definida. Los chicos o las chicas. Vasca o española. A favor o en contra del pantano... Era como si hubiera un montón de gente extraña, gente que me daba igual, que no pintaba nada en mi vida, tirando de mí en diferentes direcciones.
−¡Aquí tiene! −el camarero trajo la segunda caña y el Calimero se la acercó a la boca al pollo de peluche, derramándosela por el pecho.
−¡Qué rica!−aflautó la voz el Calimero, como si fuera el pollo quien hablara.
También fue el peluche quien soltó la siguiente frase:
−¿Sabes, Transi? En el instituto tú le gustabas a este. ¿A que sí, Kiko?
Yo me quedé helada. Y el Calimero −o sea, Kiko, es verdad, así era como se llamaba− debió de notar algo, porque enseguida cambió de tema, dijo, ya con su propia voz, que tenía que entrar a trabajar dentro de un par de horas, golpeó con contundencia beoda la barra mientras gritaba que no había derecho a lo que le habían hecho a mi ama, pidió otra ronda…
−Pero no, es ya tarde −rectificó luego, y no supe si estaba refiriéndose a la caña, a nuestro amor imposible, a su trabajo o a la vida en general.
Lo vi alejarse tambaleándose. Al llegar a la puerta de la cafetería empujó la puerta hacia fuera, pero esta se abría hacia dentro y se golpeó aparatosamente el rostro contra el cristal. Varias personas se giraron.
Kiko, entonces, volvió a sacar la pistolita de plástico, apuntó a su sien, y tras disparar un chorrico de agua, se derrumbó teatralmente en el suelo, agarrado con fuerza, casi con desesperación, a su pollo de peluche.