El hernaniarra Antonio Mercero rodó en 1988 la película Espérame en el cielo, una comedia cinematográfica muy celebrada que se basaba en la creencia de que Franco había tenido un doble, lo que le permitió hacer alarde de un vigor ejecutivo superior al de cualquier persona de su edad. El suplantador, que en la ficción estuvo encarnado por el actor Pepe Soriano, había copiado todos y cada uno de los gestos del dictador hasta el punto de que se las daba con queso a los operadores del noticiario No-Do, tan habituados ellos a seguirle en todos los actos oficiales.

El desparpajo que demostró el imitador actuando en público llegó a confundir a los más allegados del dictador, conocedores del gran secreto. Aquel trabajo interpretativo tan arriesgado supuso la ruptura de su vida familiar, ya que apenas le quedaba tiempo para su propia intimidad. Estableció un código particular de comunicación con su mujer, incorporada por la actriz Chus Lampreave: “Cuando me veas en el No-Do que me toco el lóbulo de una oreja te estoy diciendo que te quiero”. 

El auténtico Hitler reunido con su estado Mayor.

Ante semejante propuesta, la esposa se convirtió de inmediato en una gran nodo-adicta. Sus amigas jamás entendieron la diaria cita que tenía en su cine de barrio ni su repentina locura por el No-Do que le gustaba más que la película que venía a continuación. Pero lo alucinante era que, en un momento determinado de la aparición de Franco en pantalla, a ella se le escapara un embelesado: “Yo también”.

No era la primera vez que el cine abordaba el tema. En el ánimo de todos está El prisionero de Zenda en las distintas versiones que se hicieron de la gran novela de aventuras de Anthony Hope. La utilización en algunos momentos de la Historia de personas de enorme parecido físico por parte de jefes de Estado, dictadores principalmente, es una perita en dulce para los investigadores, muy especialmente si se trata de una persona tan carismática como Adolf Hitler.

PLATO FUERTE DE CABARET

La época transcurrida entre el final de la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del nazismo fue de auténtica locura en Alemania. Dicen que el ingenio se agudiza en época de crisis y algo de razón debe tener el aserto. La gran depresión que padeció este país se tradujo en un desmedido florecimiento de la cultura representada en arquitectura por la Bauhaus, en el cine por el movimiento expresionista, en el teatro por Max Reinhardt, en la literatura por Brecht… Berlín fue el centro de la vanguardia internacional. Se asegura que dejó atrás a la Belle Epoque parisina, incluso en espectáculos tan frívolos como el cabaret.

El cabaret fue el género que mejor reflejó la triste situación que atravesaba el país. La sátira de sal gorda y la burla descarada a los políticos eran los elementos más utilizados por algunos artistas que, como en el caso de Karl Valentin, fueron auténticas estrellas populares merecedoras del reconocimiento a su arriesgada labor. Valentín tiene un museo en la Isartor y un monumento en Viktualienmarkt, el mercado tradicional de Múnich, al pie del Alte Peter.

EL RIESGO DE FERRY

Competidor suyo fue Ferdinand Beisel –Ferry en el mundo de la farándula–, que supo sacar partido al parecido natural que tenía con Adolf Hitler. Parodió sus discursos cuando el líder nazi andaba de cervecería en cervecería arengando a las clientelas en favor de la idea que preconizaba. Los espectadores reían de buena gana aquellas exageraciones del imitador, aunque en alguna ocasión tuvo algún toque de atención por parte de los temibles Freikorps, germen de las SA.

El imitador del Führer en un cabaret alemán de la época.

Ferry nunca supuso que Hitler iba a llegar a donde llegó en 1933 y por eso le ridiculizaba de continuo. Tampoco quienes abiertamente le reían las gracias. El cómico era un fanfarrón de taberna que, además de trasegar el dorado líquido al mejor estilo muniqués, sacaba punta a cualquier cosa relacionada con Hitler. Se veía arropado por una cuadrilla fiel que reía las bromas que hacía aprovechándose de su semejanza con el político. 

El desparpajo era tal que muchas veces se pasaba de lo correctamente permitido animado por el trasiego que se daba en aquellas cerveceras multitudinarias de mesas corridas y jarras de litro. Como el exceso de bebida empuja a hablar más de la cuenta, sus amigos le advirtieron infructuosamente en más de una ocasión que estaba entrando en un terreno resbaladizo, sobre todo teniendo en cuenta el ascenso que iba tomando la formación de Hitler. Alguien dijo que la libertad que tenía se debía a su militancia en las temidas SS y pocos le creyeron.

LA DETENCIÓN DE FERRY

Y llegó el aciago día en que la actuación ante sus amigos fue presenciada también por miembros de la Gestapo a los que faltó tiempo para denunciarle. Ferry fue detenido figurando en el informe que la acción obedecía a su falta de respeto al Führer aprovechándose de su gran parecido físico. El detalle fue comprobado por sus guardianes hasta el punto de convertirse en la comidilla de la tropa.

El run-rún llegó a oídos de Martin Bormann, uno de los hombres de más peso dentro del partido. Verificó los comentarios que le habían llegado y, cuando en 1942 fue nombrado oficialmente secretario particular de Hitler, le planteó a su jefe que se les presentaba una ocasión magnífica para utilizar al detenido como su doble oficial.

La respuesta debió ser positiva a juzgar por los acontecimientos que sucedieron a continuación. Ferry fue liberado de la celda a condición de que sustituyera al Führer en las ocasiones que le indicara Bormann. Se le sometió a una intensa formación para que pudiera salir airoso de cuantos compromisos se le presentaran en un futuro. Los gestos, las muletillas que utilizaba en los mítines, el aspecto dominante que imprimía a sus apariciones públicas… Todo ello fue calcado para que en momento alguno pudiera distinguirse a uno de otro. 

NO MÁS CERVEZA

La vida del gracioso de cuadrilla cambió por completo. Desapareció de aquellos escenarios cerveceros en los que tantas veces había cantado aquello de “…Eins, zwei, g’suffa” para quedar recluido en ignoto paradero y prestar un servicio al país como sólo él podía hacerlo. Esta responsabilidad, que no la cerveza, le impidió calzarse de nuevo el viejo uniforme para pasar literalmente a la clandestinidad.

A partir de ese momento la figura del Hitler auténtico adquirió una nueva dimensión, incluso para el Dr. Theo Morell, que, como médico particular, le proporcionaba tranquilizantes y calmantes en grandes cantidades para mantenerle en forma. Para algunos historiadores, esa inusitada “marcha” sólo tenía una explicación: Había actos que eran protagonizados por el doble. No se debía a los chutes que le metía el médico al original. Eran dos Hitlers los que mantenían a punto la apretada agenda.

¿FUE WALKIRIA SU GRAN ACTUACIÓN?

¿En qué momento histórico Ferdinand Beisel suplantó por primera vez a Hitler? Es muy difícil de determinar. Algunos historiadores –sin asegurar que fuera la primera vez que lo hacía–, apuntan a que hubo trueque en el atentado del 20 de julio de 1944, cuando se llevó a cabo la Operación Walkiria que protagonizó el conde Von Stauffenberg colocando y haciendo explotar una bomba bajo la mesa de reuniones de Hitler.

Para unos, en aquella ocasión se produjeron algunas situaciones sospechosas por parte del dictador, como su rápido restablecimiento. Aquella misma noche soltó por la radio una de sus inflamables arengas para comunicar a todos que la gracia divina estaba de su parte pues había evitado su muerte. ¿Era su voz o la de Beisel? También extraña que, en un momento dado y ante varios oficiales, preguntara por la identidad de Von Stauffenberg, cuando era obvio que le conocía de entrevistas anteriores. ¿Podía mantenerse en pie una persona a la que la metralla había destrozado su pantalón como se mostró públicamente?

Pantalones de Hitler tras el atentado.

Pantalones de Hitler tras el atentado.

¿DÓNDE EMPIEZA LA LEYENDA?

Que existió un doble no cabe duda. La incertidumbre radica en el papel que este personaje jugó sobre todo en los últimos días de la II Guerra Mundial. No es cuestión de fantasear en torno a un tema que debiera estar cerrado, sino de plantear una situación que pudo darse, en cuyo caso tendría continuación en esos testimonios que siempre se han rechazado sobre la posibilidad de que Hitler huyó del búnker de Berlín y escapó a Sudamérica.

Pero no sólo el Führer tuvo doble. Stephen Prior y Clive Prince, coautores con Lynn Picknett del interesante libro Friendly Fire: The secret War between the Allies, apuntan a que Rudolf Hess, segundo en el ranking del gobierno nazi hasta su espantada al Reino Unido, no fue realmente el que estuvo retenido en la cárcel de Spandau, sino que fue reemplazado por un prisionero de guerra alemán con cierto parecido. 

Esta teoría la mantiene también Hugh Thomas, médico personal del nazi, en su libro Hess: la historia de dos asesinatos. Sostiene que fue un doble el que permaneció encarcelado en la prisión berlinesa y acabó asesinado. Basa sus acusaciones en la existencia de una herida de guerra en el pecho de Hess que el médico no pudo localizar en el cadáver de Spandau. 

Guardar un notable parecido con un dictador no es un chollo, porque puede que le utilicen como doble para menesteres que no son de su agrado. Una cosa es que exista una semejanza en el aspecto exterior y otra muy diferente que posean las mismas ideas. A pesar de todo, el gran problema surge cuando muere el poderoso. ¿Qué hacer con el que ha ocupado su puesto en tantas ocasiones y sabe tanto de las interioridades de palacio? 

EL DESTINO DEL PINTOR El 25 de abril de 1938 se publicaron las declaraciones de J. B. Espert, un vecino de Lourdes que se quejaba de ser “la más curiosa víctima del destino”. Cuando el verano anterior Espert fue a visitar el pabellón alemán de la Exposición de París vio de improviso que los guardias le saludaban con el brazo extendido. El personal y cuantos se encontraban en el stand creyeron con estupor que tenían ante sí al mismísimo Hitler. La misma situación se produjo cuando los corredores de la escuadra Benz-Mercedes le vieron llegar al circuito automovilístico de Pau. 

Espert explicó a la prensa que, cuando entraba en cualquier café de París, los clientes se precipitaban a telefonear y preguntaban a los diarios: “¿Por casualidad Hitler se encuentra en París?”. Igual sensación se despertaba a su paso por la calle. El ciudadano en cuestión que había perdido su tranquilidad a causa de este sorprendente parecido… era pintor de profesión.