Es conocido el impacto positivo de las redes sociales en nuestra sociedad: nos ayudan a conectarnos, hacen la comunicación más veloz, ofrecen compañía en casos de aislamiento y son una buena herramienta para hacer amigos, recuperar a quienes habíamos pedido la pista o relacionarnos con personas afines a nosotros además de potenciar nuestras habilidades digitales. Sin embargo, existe una cara B de las redes que está impactando de forma preocupante en la salud mental de aquellos cuya personalidad se está desarrollando: los adolescentes. 

Según el informe de la OMS Health for the world’s adolescents, la depresión ya es la causa principal de enfermedad entre los jóvenes entre 10 y 19 años. Pero ¿qué papel juegan las redes sociales en este escenario? Su concurrencia ¿hasta qué punto posee un papel importante en la angustia que algunos de ellos viven?

Para el psicólogo clínico Marino Pérez Álvarez, las redes sociales que supuestamente iban a conectarnos, en realidad “ponen a unos y a otros juntos en soledad”. En su ensayo El individuo flotante (Ed. Deusto) refiere un concepto muy relacionado con las sociedades líquidas que Bauman acuñó hace dos décadas. El individuo flotante “alude a ligereza, la levedad del ser y falta de anclaje en algo sólido y duradero cuando uno está a expensas de modas, tendencias e influencers de turno”, señala. Un “siglo de la soledad” que las redes sociales han llevado al extremo y donde el individualismo ha encontrado un amplio campo para desarrollarse.

 El mundo de los adolescentes pudiera parecer que se amplía, su mundo es más grande que aquellas generaciones que no disponían de teléfonos móviles y es posible que sea más enriquecedor, con mayores grados de elección, pero también es más ficticio, una “burbuja donde uno se alimenta únicamente de lo que le gusta, empobrecido con las mismas opiniones y gustos que le sirven los algoritmos y las comunidades que piensan igual”, afirma Pérez, miembro de la Academia española de Psicología. Y añade: “El espejismo está servido cuando uno confunde el mundo con la carpa bajo la que está”. 

BOOM DE SERES FELICES

Es el tipo de individuo que caracteriza a la sociedad de nuestro tiempo donde las redes sociales en lugar de disminuir los malestares, en ocasiones los aumenta con el bombardeo continuo de aquello que hayamos buscado. Las redes son capaces de crear entornos que se reproducen para desarrollar personas narcisistas y realimentar la depresión. Ambos términos no son incompatibles porque, según el psicólogo, “el narcisista es tanto más vulnerable que otros a la frustración y la depresión. Su ego es difícil de satisfacer”. Y en este punto emerge la envidia como el gran pecado capital de las redes sociales, ese sentimiento que solo se alimenta de sí mismo, molido por un positivismo tóxico y la búsqueda constante de felicidad a mostrar al mundo como en el caso de los anuncios “que maquinan la envidia a través de suscitar deseos de cosas deseables porque las tienen o desean otros” - sostiene Pérez- “no por lo que valen por sí mismas”. 

Mostrar felicidad en una etapa de la existencia en la que el balance sobre la vida de los individuos simplemente no tiene sentido puesto que está comenzando, da lugar a situaciones de angustia e insatisfacción porque “cuando uno mide la vida con la felicidad, está perdido”. Para Pérez, “la vida tiene cosas más importantes que ocuparse de ser feliz. ¿Qué puedes esperar de alguien feliz? Ya no necesita nada más”. 

ALGORITMO MACHACÓN

Pero cuando el joven está enganchado y la propia aplicación le hace transitar cada vez que se conecta por contenidos que pueden inducir a autolesionarse, hablamos del reverso de este virus global de individuos felices. “Más que trastornos mentales”, afirma Pérez, “los adolescentes tienen crisis existenciales conforme están en edades complicadas de transición, exploración, búsqueda y reubicación en la vida”.

El algoritmo nos conoce en lo bueno y en lo malo y esa información puede impactar en alguien vulnerable, más si cabe cuando su personalidad, como es en el caso de la adolescencia, se está formando, una etapa además en la que aparecen los trastornos mentales, y si tiende a la depresión o al bajo nivel vital, puede suponer un cóctel peligroso. 

En estos casos, llevar a los jóvenes más propicios a entornos y contenidos donde se repitan machaconamente los mensajes puede hacer corresponsables a las grandes tecnológicas de una crisis de salud mental en los adolescentes del mundo. Varios colegios públicos de la ciudad de Seattle, nicho de gigantes como Microsoft o Amazon, han sido los últimos en sumarse a las demandas hacia Meta, TikTok o Youtube que explotan el sistema de recompensas en el cerebro para que los usuarios no abandonen las aplicaciones y vuelvan una y otra vez produciendo una ‘dopamina digital’ que puede dar lugar a enganches similares a las adicciones a sustancias. Son las llamadas ‘adicciones comportamentales’, que el psicólogo clínico define cuando “uno ya no puede dejar de conectarse y está perjudicando otros aspectos de la vida como las relaciones, los estudios o el sueño”.

Pero ¿son las empresas responsables del daño debido a su diseño? ¿Sus efectos pueden considerarse como el tabaco? ¿Hay una causa-efecto? La iniciativa de Seattle no persigue eliminar las redes y plataformas sino cambiar la forma en la que operan, por ejemplo, con leyes como la que promulgó California hace unos meses para obligar a las aplicaciones a poner al alcance del lenguaje de los menores la comprensión de sus políticas de privacidad. En definitiva, rediseñar los productos de las compañías en provecho de los niños y establecer límites a las grandes tecnológicas cuando afectan a los menores porque añade Pérez Álvarez, “alguien tendrá que proteger el bien común”. 

El ‘caso Rusell’

Un tribunal de Londres dictaminó el pasado octubre que la joven británica Molly Rusell murió por “un acto de autolesión mientras sufría depresión y por los efectos negativos del contenido on line”. Directivos de Instagram y Pinterest declararon en el proceso tras el suicidio de la joven de 14 años en 2017. En su correo electrónico se halló un mensaje de Pinterest titulado Pins sobre la depresión y, semanas antes de su muerte, Molly había reaccionado en Instagram a miles de publicaciones referentes a las autolesiones y el suicidio.

Una de las directivas de Meta pidió perdón a la familia porque la adolescente tuvo acceso a contenidos que violaban las reglas de uso de la plataforma, como aquellos que romantizan el suicidio y la depresión o los que invitan a los adolescentes a esconder sus sentimientos o pensamientos negativos. Molly era según los Russell, una “joven positiva, feliz y brillante que cayó en el más sombrío de los mundos”. Acudió a la red y el algoritmo, reenviándole siempre el mismo contenido, no hizo sino favorecer un terrible desenlace.