El riesgo de una secuela tardía suele estar en un querer y no poder. Tanto tiempo transcurrido convierte a Maverick, para los que visionaron Top Gun en los 80, en un producto extraño y para los nuevos espectadores, en algo complicado de entender si no has visto la primera parte y no tienes 50 años.

Primero, por los guiños a los iconos de la versión primera de un film de acción y pilotos: las gafas de aviador, la moto y la cazadora que se repiten ahora como un cebo de nostalgia evocador. Y la sonrisa, una de las marcas personales de un Tom Cruise de 60 tacos que no dirige el film aunque lo parezca. Pete Maverick Mitchell vuelve a la academia de la élite de pilotos para instruir a los gallitos de la nueva generación y acometer una misión que parece imposible pero no lo es por el mantra repetido ñoñamente: “No es el avión, es el piloto; No lo pienses, hazlo”.

La peli de Kosisnki nos deja un cuasi-libro de autoayuda en el que no falta el romance con eje en la bella Jenniffer Connelly, un papel florero que pasa por encajar con calzador el romance en la cinta: una relación intermitente en el tiempo entre Maverick y Penny que, además, viene con una hija adolescente igualita que Tom Cruise.

El actor repite uno de sus papeles míticos pero con el tormento y la redención tras la muerte de su amigo Goose en la primera parte y la protección de su hijo Rooster en la segunda. Solo emociona la breve reaparición de Val Kilmer (Iceman) encarnando los valores de la amistad en una cinta donde Cruise hace lo que mejor sabe y que cosechó buenas críticas en su estreno pese a ser otro baño de azúcar glass muy a la americana.

Una oda contra el edadismo nominada, como buen taquillazo, a Mejor Película en los Oscars del próximo marzo, con mención especial para las escenas de adrenalina en los cielos y la música de Hans Zimmer, Lady Gaga o One Republic.