Y aunque cueste creerlo, el nombre Ruta de la Seda no llegó a utilizarse hasta el siglo XIX, cuando el geógrafo de origen alemán Ferdinand Freiherr von Richthofen acuñó este término en su obra Viejas y nuevas aproximaciones a la Ruta de la Seda, en el año 1877.

Samarkanda

Y en este largo cruce de caminos, nos encontramos en Uzbekistán, corazón de Asia Central y de la propia Ruta entre Oriente y Occidente; fonda de caravanas que ansiaban encontrar reposo tras largas semanas de viaje en condiciones extremas a través de desiertos y montañas. 

Entre grandes fortalezas ya en ruinas y ciudades, son varios los enclaves de Uzbekistán que dieron cobijo a estos viajeros-comerciantes a través de los siglos. Sin duda, el lugar más evocador es Samarkanda. Automáticamente su nombre se mezcla en mi mente con imágenes a cada cual más exótica. Recuerdo de pequeña las noches en las que, junto a mis hermanos, leía cuentos de Oriente antes de ir a dormir o en alguna tarde lluviosa de invierno. De todos, el nombre de Samarkanda se ha mantenido en mi mente de forma indeleble, y tardé en darme cuenta de que aquellas lecturas fueron el germen del que nacieron mis sueños viajeros. La Ruta de la Seda se erige en ellos como estandarte, como un minarete que asoma en la distancia, alto, orgulloso, sobre la arena del desierto. 

Escena de un artesano en la madrasa del Registán, en Samarkanda.

Escena de un artesano en la madrasa del Registán, en Samarkanda. Iraide Niembro.

Hoy naturalmente, la imagen que nos ofrece la ciudad tiene poco que ver con el esplendor del que hizo gala, especialmente entre los siglos VI y VIII bajo diferentes influencias y dogmas. Pero a pesar de todas las culturas que la han atravesado –la persa, la turca, la mongol, la griega, o la rusa (de quienes se independizaron en el año 1991)–, a día de hoy es una de las ciudades del mundo más antiguas aún habitadas.

Gracias a los numerosos restos arqueológicos encontrados y a las crónicas de la época, se sabe que la que fue capital del enorme imperio levantado por Tamerlan, el Timúrida, era abierta y cosmopolita, y debido a su carácter artesanal y comercial (que no guerrero), prosperaba con éxito bajo cualquier tutela. 

A sus puertas llegaban no solo comerciantes que despachaban a romanos y persas las sedas y especias de Oriente, sino filósofos, artistas, científicos y un largo etc. de personajes que contribuyeron a crear la leyenda. Llegó a tener hasta medio millón de habitantes entre los siglos XII y XIII, pero el sanguinario Gengis Khan por aquella época deseaba acabar con la ciudad y su influencia, y en el año 1220 llegó y destruyó la mayor parte de lo que encontró a su paso.

Fue algo después, a comienzos del XIV, cuando apareció la figura de quien es considerado hoy en día el padre de la nación, el conquistador (temido y respetado a partes iguales) Timur, más conocido en occidente como Tamerlan. Con su gran y multiétnico ejército llegó a tener el Imperio más grande de toda Asia, y allí en Samarkanda fundó su capital, reconstruyendo y levantando un gran número de madrasas, mausoleos, minaretes, etc., que son en su mayoría la imagen que podemos contemplar hoy en día. Cúpulas de color azul turquesa, paredes con dibujos y mosaicos de colores, jardines y palacios levantados todos ellos por artesanos y arquitectos de diferentes partes del mundo que Timur trajo a su Imperio. En aquella tierra, el gran gobernante iba depositando los tesoros de sus conquistas y engalanando la cada vez más famosa ciudad. Con él se inició un renacimiento cultural del mundo árabe que marcaría los siglos venideros. 

Es en la plaza principal, en el Registán, donde se encuentra hoy la verdadera joya de la ciudad y donde se centraba el bazar más importante de la época medieval. Punto de encuentro de propios y extraños, la plaza se rodea de las tres madrasas más importantes (escuelas coránicas, que hoy ya no cumplen más que una función estética y en algunos casos comercial, al ubicar varias tiendas en su interior): la de Ulugh Beg, sabio y nieto de Tamerlán, la de Sherdar y la de Tilla-Kari, que forman un conjunto de enorme belleza. Recorrerlas y deleitarse en ellas puede llevar tranquilamente entre 3 y 4 horas. Si además permites que el tiempo pase sin mirar el reloj y llega el atardecer, podrás disfrutar del espectáculo de luces que hoy día engalana cada noche todo el Registán.

Pero a pesar de estos y otros tesoros repartidos a lo largo y ancho de la ciudad, a la fuerza hay que dejar la bella Samarkanda para dar paso a otra bellísima ciudad caravanera, también de herencia persa y, como esta, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

El curioso Chor Minor de Bukhara.

El curioso Chor Minor de Bukhara. Iraide Niembro

Bukhara

Rahmon nos muestra su simpática sonrisa a medida que nos vamos sentando a desayunar y nos sirve el té, los dátiles, el pan (el pan típico uzbeko es algo duro y seco), el queso, la miel… ¿Más o menos leche? ¿Más o menos té? ¿Todo bien?, pregunta. Él, como todos los que nos acogen en casas familiares (un modo de alojamiento muy común en el país) se muestra siempre atento a cualquier asunto en el que podamos necesitar ayuda. 

A veces una dirección que no encontramos, un transporte, una ducha que no tiene agua caliente, o las más de las veces, un lavabo que no va; incomodidades que no son excepción cuando se viaja a golpe de mochila buscando vivir lo más cerca posible de la población local. Alojarse en estas casas supone a veces comer en su misma mesa, descansar cuando ellos descansan y dormir en habitaciones cercanas preparadas para el turista. Todo ello fruto de la herencia de un país acostumbrado a recibir al visitante y acogerle como a un igual. 

Esa mañana toca despedirnos de esta gente con la que es tan fácil hacer amistad. Dejamos atrás Samarkanda y salimos en un tren de alta velocidad, el Afrosiyob, rumbo a Bukhara. Apenas dos horas y 220 kms después, comenzamos a recorrer la hermosa ciudad caravanera.

Pronto nos vemos en medio del ir y venir de la gente local. Apenas hay turistas. Vemos a las mujeres, casi todas de formas anchas y de complexión fuerte, en su mayoría cubiertas con un vestido-túnica de distintos colores y muchas con un pañuelo en la cabeza a modo de nuestras antiguas aldeanas; los hombres mayores con sus típicos gorros, los kalampir. 

La gente joven, en cambio, apenas se distingue de la nuestra; la globalización es lo que tiene. Hasta, si me apuras, parece que sus rasgos son menos marcados y definidos que los de sus mayores. 

Primera parada, la plaza Lyabi-Hauz, ubicada en el centro histórico. La plaza data de 1620 aproximadamente y se halla alrededor de un estanque que además de proporcionar agua potable a la ciudad, era punto obligado durante la Ruta de la Seda para las caravanas, que saciaban allí su sed tras la larga travesía por el desierto. Todavía hoy conserva un cierto aire tradicional a pesar de los negocios, restaurantes y tiendas turísticas que han ido proliferando en la zona. 

Una gran estatua del famoso Mulá Nasrudín en actitud jocosa sobre un asno aparece entre los árboles, donde muchos visitantes nacionales se hacen la foto. Este conocido personaje de la literatura Sufí es el protagonista de numerosos cuentos de temática religiosa y moral, y en ocasiones se ha comparado con Don Quijote, el Don Quijote de Oriente Medio que tan pronto aparece como maestro, comerciante, juez o tonto.

Tanto al norte como al oeste de la plaza se encuentran los bazares más típicos bajo numerosas bóvedas, pórticos y callejuelas, herencia de lo que fuera el verdadero hogar de los antiguos comerciantes. Bukhara es la ciudad apropiada para hacer compras si visitas Uzbekistán, ya que además de encontrar multitud de puestos y tiendas, la variedad de productos y la oferta son inmensas. 

Los precios asequibles y la oportunidad de regatear están a la orden del día. Como buenos comerciantes, los uzbekos saben de este arte, pero no conviene tensar demasiado la cuerda, pues en su mayoría no son baratijas, sino productos de su propio trabajo y esfuerzo, y conviene recordarlo. 

Es atravesando estos bazares cuando se llega al impresionante Complejo de Poi Kalon. Se trata del encuentro de dos grandes edificios, uno frente al otro; por un lado la madraza Mir-i-Arab (que sigue funcionando aún como escuela coránica) y por otro la mezquita Kalon, flanqueada por un impresionante minarete con el mismo nombre. Es de tal belleza que el propio Gengis Khan, al destruir la ciudad, como hizo con Samarkanda, quedó tan impresionado que decidió dejar el minarete intacto. 

En la piel de los ladrillos que lo forman pueden contemplarse las magníficas bandas ornamentales que crean variadas formas geométricas. Y por la noche, sus 47 metros de altura se llenan de luz, lo que deja casi en blanco cualquier mente que se detenga a mirarlo, como una especie de meditación silenciosa.

Una invitación: si quieres disfrutar de verdad, permítete un rato en el restaurante Chasmai Mirob, cerca de la plaza y desde cuya terraza vivirás una experiencia inolvidable mientras degustas unos deliciosos platos típicos contemplando esta maravilla.

A lo largo y ancho de la ciudad se ubican otros puntos de interés histórico que merece la pena conocer bien, por lo que se necesitan tres días como mínimo para contemplarlo todo, aunque lo ideal sería, como siempre, no tener prisa, no correr y darse tiempo para conocer su historia y monumentos cómodamente. Pero esto no siempre es posible porque los viajeros modernos tenemos, como ya se sabe, poco tiempo para todo.

Siguiendo la ruta, y apartada en un distrito poco concurrido, se halla una edificación más bien pequeña y de formas muy curiosas: el Chor Minor. Su nombre puede dar lugar a confusión, ya que sus cuatro torres no son minaretes exactamente. Se trata de un bello reducto de lo que algunas fuentes marcan como los restos de la antigua puerta de entrada a una gran madrasa de principios del siglo XIX que desapareció. Sus cuatro cúpulas color turquesa, de formas redondeadas, confieren al edificio un aspecto curioso y único en el país. Llegar hasta él tras deambular un rato entre callejones anodinos, sin duda es una buena recompensa para la vista. 

Aquí quizá conviene añadir un punto que considero importante, al menos para mí, y es que a lo largo del viaje por este país apenas escuchamos llamadas a la oración desde los diferentes minaretes de las ciudades. Para quien los haya escuchado alguna vez, desde temprano por la mañana hasta el atardecer (cinco veces al día), es un recuerdo imborrable, especialmente cuando el muecín empieza y van llegando las réplicas desde otras mezquitas. El aire de las ciudades se llena del sonido de los cantos que se responden como ecos, y es difícil no prestarles atención. 

Pero en Uzbekistán esto no sucede, solo una vez al día suena el canto del muecín, y queda huérfano, sin la fuerza de otras voces resonando aquí y allí. Al parecer es consecuencia de la época de la colonización soviética, período en el que se fue reduciendo el influjo del islam en favor de un laicismo que hoy en día es la tónica general en el país, salvo excepciones. 

Un grupo de mujeres uzbekas, tomando el té.

Khiva

Desiertos, llanuras inacabables… Azote del viento, calor y tormentas de arena que cubren el cielo y a ráfagas tiñen el asfalto a nuestro paso. Delante, la carretera apenas se ve, cubierta como está por una falsa niebla hecha de arena. El coche sufre las embestidas del viento mientras el conductor, con una mano en el volante y la otra en una bolsa de pipas que parece no tener fin, mantiene una velocidad constante y, entre risas y sorpresa, nos hace gestos como diciendo: ¿¡Qué está pasando ahí fuera!?

Aún tendremos que recorrer más de dos horas hasta llegar a Khiva (Jiva), la bella Khiva, la ciudad en la que de pronto te sientes en otra época. Está construida entre dos duros desiertos como son el Kara-Kum y Kizil-Kum. Allí llegaban sedientas y casi derrotadas muchas caravanas de comerciantes que atravesaban la Ruta de la Seda. Era parada obligada.

En cuanto llegamos y nos introducimos por una de sus cuatro puertas en el interior de Itchan kala (así llaman a la zona intramuros), nos seduce esa pequeña perla de la arquitectura árabe. Es como haber atravesado una muralla que te ha transportado a otro tiempo, a otro espacio. Un lugar hecho a escala humana, nada de edificios grandiosos, sino de una ejecución templada y mesurada, con un resultado envolvente y seductor que atrapa al primer vistazo.

Recórrela a paso lento deleitándote en sus detalles, pasea por sus tranquilas calles como pequeños laberintos que pronto serán, en cambio, rincones familiares. Y entre tanta belleza, tendrás que ordenar un poco el recorrido para no querer acapararlo todo de golpe. Respira, estás en Khiva, y ella te invita a disfrutarla despacio, como una caricia sobre una piel deseada.

Si Samarkanda primero y Bukhara después te brindaron un atisbo del antiguo esplendor de la Ruta de la Seda, Khiva se te mostrará casi con candidez y hasta ternura, poniendo el broche final a un recorrido de cuento. La ciudad es uno de los mejores ejemplos de arquitectura árabe que aún existen en Asia Central, y está también dentro de la lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco.

Primero te ofrece el contoneo de sus gruesas y formidables murallas, y luego te regala de golpe la maravilla de su robusto minarete, el llamado Kalta Minor, cubierto por azulejos color turquesa. Fue iniciado e inacabado hace poco más de 150 años por el Amin Khan, quien quería construir una torre tan impresionante en altura y belleza que pudiera verse desde la mismísima Bukhara (ciudad con la que al parecer mantenía conflicto). Pero su muerte truncó el proyecto y sus herederos, considerando el exceso de tamaña empresa, lo dejaron como estaba. 

Y es eso lo que puede contemplarse hoy en día, un gran minarete inacabado de unos 26 metros de alto, cubierto de preciosos azulejos que en sí mismo, no deja indiferente. Asombra imaginar cómo hubiera podido ser de haberlo terminado.

Entre las joyas de la pequeña Khiva, que son varias, destaca a mi modo de ver la mezquita Juma, con un precioso patio interior repleto con 212 columnas de madera talladas que con el paso de cientos de años aparecen unas más desgastadas que otras. La luz natural entra por una abertura central en el techo y baña el espacio, dejando en penumbra los rincones más alejados del centro. Un lugar especial que si tienes la suerte de verlo sin un enjambre de niños en excursión escolar, ofrece los ecos de largos silencios y profundos cantos vibrando entre el juego de luces y sombras.

Kunya Ark es la fortaleza-palacio de Arang-Khan, donde aún pueden contemplarse los restos de la suntuosa y excesiva decoración ofrecida a un gran gobernante. Si recorrer las estancias es motivo de asombro, no lo es menos la sensación de subir a la torre, desde la que se tiene una vista increíble del perfil de la ciudad y de la serpenteante muralla que se ve a los pies, más aún si la visita se hace a última hora de la tarde, y los brillos de las cúpulas turquesas se mezclan con el dorado del atardecer.

Yurtas en el desierto uzbeko. Iraide Niembro

UNA EXPERIENCIA EN LAS YURTAS DEL DESIERTO

Algún día tocará Mongolia, pero de momento, una noche en un campamento de yurtas en el desierto de Uzbekistán tampoco es mala experiencia.

El campamento de Ayaz Kala, a unas dos horas al norte de Khiva, en el extremo occidental del país, es nuestro próximo destino. No esperes realizar una parada en un centro comercial, en una gasolinera o en una cafetería de camino si tienes una urgencia, nada de esto es posible allí. Hay espacio libre hasta donde abarca la vista, inesperadas lagunas que brotan del subsuelo en alguna zona, aves de paso, restos de antiguas ciudades-fortaleza de adobe allí y allá... y desierto.

Nos recibe Rano, una mujer típicamente uzbeka, con su pañuelo a la cabeza, su tez tostada, y sus ojos rasgados de mirada aguda y directa. Se muestra servicial, como casi todos los uzbekos que nos hemos encontrado. Lleva más de 20 años en el campamento recibiendo a turistas, preparando las yurtas, las comidas... Además del té de bienvenida y un poco de sombra en una tarima preparada para el descanso al aire libre, nos ofrece un espectáculo para la noche: bailes y cantos a un precio desorbitado. Rechazamos educadamente pero deja escapar una propuesta: si nos parece caro podemos compartirlo con otro grupo de franceses que se alojan al lado. Volvemos a rechazar su oferta –en ese momento no sabemos que el baile y la música la montaremos nosotros esa noche durante la cena–.

Dejamos el equipaje en la yurta y recorremos un poco el lugar. El campamento está formado por siete u ocho tiendas de diferentes tamaños a modo de dormitorios, y otras dos algo más grandes a modo de comedores. Su construcción es la típica que los antiguos nómadas han utilizado desde hace miles de años: tiendas circulares desmontables, construidas con palos y telas principalmente, de vivos colores por dentro y gruesas capas de tela blanca por fuera. 

Un par de camellos con sus crías rondan cerca y se dejan oír. Tras un descanso a la sombra, unas bebidas y unas risas, nos decidimos a aprovechar el tiempo saliendo a conocer las ruinas de una antigua ciudadela que se ve a lo lejos. Un par de horas después, cuando volvemos, el comedor ya está en orden y el personal que Rano gestiona nos sirve la cena: el delicioso plato típico nacional, el Plov, que hemos probado en todas partes, de nuevo el té, el pan, algunos dátiles...

A la luz de las estrellas que han sido testigos del paso de otros desde hace miles de años cantamos y bailamos antes de acostarnos, rendidos ya, pero felices.