El fracaso sueco en inmigración
32.000 euros. Esa es la cifra que el gobierno conservador sueco dará a cada inmigrante legal que quiera abandonar definitivamente el país para volver a su país de origen
Ulf Kristersson, el primer ministro conservador sueco, acaba de anunciar que aumentará a 32.000 euros la ayuda de 900 que se destinó inicialmente como incentivo para que los inmigrantes volviesen a sus lugares de origen. Un intento de poner freno a la situación de violencia que se ha generado en el país y que ha invertido las políticas de fronteras abiertas que han caracterizado las últimas décadas de la política sueca. Una medida que simboliza el fracaso del modelo sueco de sociedad multicultural y que, por lo que parece, al mismo tiempo, predice la futura tendencia de las políticas migratorias de la mayoría de los gobiernos europeos.
En el pasado, Suecia no ha sido una sociedad abierta a la población del exterior hasta época reciente. Su contacto con los flujos migratorios se inició gracias a su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, lo que hizo que miles de escandinavos se instalasen en el país para beneficiarse de la bonanza económica causada por la no intervención en el conflicto. Fue a partir de los años 70 cuando el perfil inmigrante varió radicalmente, abriéndose a otras latitudes, principalmente a las africanas y a las de Oriente Próximo.
Los distintos gobiernos socialdemócratas de los 70 y 80 del siglo pasado construyeron y alimentaron el mito del paraíso sueco, uniendo a una continua bonanza económica una apertura de fronteras a la inmigración, convirtiendo en los años 80 a Suecia en ejemplo de país tolerante hacia culturas muy diferentes y lejanas, además de gran ejemplo de sociedad cosmopolita y multicultural. Este flujo migratorio continuó hasta llegar a su punto de inflexión en 2015, cuando la llegada de refugiados que huían de las guerras de Siria, Irak y Afganistán hizo que el número de emigrantes en el país nórdico creciera exponencialmente.
Pronto, a partir de 2017, la preocupación de la sociedad sueca por el fenómeno de la emigración se puso de manifiesto. Los altos índices de criminalidad en las ciudades suecas, en constante crecimiento año tras año, han llegado a convertir Suecia en el país de Europa con mayor índice de homicidios y explosiones; pasando a ser el país en escenario de guerras de bandas criminales, compuestas en su mayoría con personas de origen extranjero; y cuyo principal escenario delictivo son los suburbios y los guetos de las grandes ciudades suecas. Así, Suecia ha llegado a convertirse en el segundo país de Europa con mayor número de muertos por arma por cada 100.000 habitantes. Escalada delictiva que ha llevado, incluso, a la intervención del ejército en las calles. Todo un regalo para la ola xenófoba y ultraderechista que asola Europa y que, en el caso sueco, ha hecho posible el exponencial crecimiento del partido radical populista de derecha Demócratas de Suecia.
Pero, ¿qué hay detrás de esta ola de violencia en una de las sociedades consideradas más abiertas, adelantadas y seguras de Europa? ¿Cómo se ha convertido el paraíso socialdemócrata sueco en una sociedad lastrada por la violencia? ¿Tiene razón la ultraderecha europea y es la inmigración el verdadero causante del aumento de violencia en el país? Un análisis más profundo del tema invalida el simplismo xenófobo; pero, al mismo tiempo, desmonta también el mito de la Suecia abierta y multicultural de los años 80. En primer lugar, como muchos expertos explican, desde un comienzo el modelo de acogida sueco adolecía de numerosas deficiencias. El principal, la falta de integración laboral de los migrantes. Suecia no ha sido una economía excesivamente productiva en lo que se refiere a la creación de empleo. A pesar de su alto nivel de vida y su importante renta per cápita, la economía sueca no ha logrado crear empleo al mismo ritmo que la emigración. Esto ha llevado a un modelo en el que la inmigración se sostenía a través de subsidios y no por el empleo y empoderamiento de la nueva población que se acercaba al país en busca de nuevas oportunidades.
Doble marginación
A la vez que los inmigrantes no entraban de lleno en el mundo laboral, las políticas municipales de vivienda concentraban a la inmigración en bloques y barrios del extrarradio, al estilo de las banlieue francesas, marginando de esta manera a la población recién llegada de las zonas céntricas. De esta manera los migrantes han caído en una doble discriminación, laboral por no lograr empleo y geográfica, al ser expulsados de las zonas céntricas de las grandes ciudades. Año tras año, estas políticas han ido creando lo que se llaman las “sociedades paralelas” suecas, zonas periféricas olvidadas de la administración, justificadas por un multiculturalismo que, más que un respeto a las poblaciones inmigrantes, ha significado un abandono y una marginación de esa parte de la ciudadanía del resto de la población sueca.
Esta doble marginación ha resultado especialmente dolorosa para la segunda generación de inmigrantes. Esta generación, formada por jóvenes de ascendencia extranjera, nacidos y vecinos de áreas abandonadas de las periferias, formados en un sistema educativo ineficaz para cumplir con su función niveladora, e incapaces de introducirse en el mercado laboral, nutre, a la vez que sufre, las bandas organizadas de delincuencia. Los tristemente célebres “niños soldados suecos”, menores de edad convertidos en asesinos por las bandas organizadas, siembran el terror en las calles de Suecia, pero al mismo tiempo, son víctimas de ajustes de cuentas y ejecuciones en las luchas de bandas por el control del territorio.
Han sido las bandas criminales la chispa que ha incendiado la situación creada por décadas de un modelo de inmigración defectuoso. Estas bandas han descubierto la falla del sistema y la han aprovecharlo en su beneficio. Así, la principal banda del crimen organizado del país, la Foxtrot, fue la iniciadora de la gran ola de violencia que lleva sacudiendo Suecia desde hace varios años, y que no sólo amenaza la estabilidad del país, sino que está expandiéndose al resto de los países nórdicos, amenazando severamente, sobre todo, a la más cercana Dinamarca.
Todo comenzó con Rawa Majid, el conocido como zorro kurdo. Hijo de inmigrantes iraníes huidos de la guerra de Irak e Irán, Majid se convirtió en pocos años en el principal líder del crimen organizado de Suecia creando a su alrededor una auténtica organización criminal, que poco a poco monopolizó todo tipo de actividades ilegales, llegando a ser el principal narcotraficante, a la vez que se hacía con el liderato de la banda Foxtrot.
Los Foxtrot se han especializado en la introducción de grandes cantidades de drogas al país, lo que les hace ser la principal estructura delictiva de Suecia. Al mismo tiempo, descubrieron el potencial del uso de menores de las periferias para amedrentar a todos sus competidores. Ametrallamientos, lanzamientos de granadas, uso de explosivos en casas y comercios, son la marca de los niños soldados suecos. Jóvenes de hasta trece años utilizados para coaccionar o acabar con los delincuentes rivales. Una legión de menores de edad desorientados y vulnerables, captados por las redes del grupo para utilizarlos como carne de cañón en la lucha para acabar con la competencia de otras bandas.
Poco a poco, el país se fue tiñendo de sangre, a través de ejecuciones, asesinatos y explosiones sucesivas. Una violencia que solo ha conocido crecimiento cuando el resto de las organizaciones criminales adquirieron los métodos de los Foxtrot y fueron armando sus propios ejércitos de menores soldados, intensificando la guerra de pandillas. Enfrente de este crimen organizado, tan solo una policía poco preparada, que se ha visto incapaz de atajar la situación y que ha tenido que llamar a la intervención del ejército para que le apoye en las calles suecas.
Violencia callejera
Para alimentar la violencia callejera de las milicias de niños soldados las armas de origen yugoslavo han inundado el país. Fusiles AK-47, pistolas Zastava serbias y granadas del este de Europa se han convertido en armas usuales en manos de menores que los convierten en ejecutores y, muchas otras veces, en víctimas. Esta ola de violencia ha subido de grado con la desaparición del zorro kurdo, al que se le cree en Irán. La ausencia de Majid ha provocado que los líderes secundarios de la propia Foxtrot hayan comenzado a luchar entre sí por el control del negocio. La violencia ha llegado a tal extremo que ya no extraña que el propio primer ministro sueco haya declarado públicamente que no se conseguirá estabilizar esta criminalidad armada en menos de una década. Una declaración que no deja margen a la duda sobre la gravedad de la situación social que vive Suecia.
Toda esta situación, con respecto al auge de la derecha radical populista en Europa, ha explotado en el peor momento posible para Suecia. En opinión de la ultraderecha, el caso sueco es el paradigma de las consecuencias negativas de la inmigración masiva sobre el Viejo Continente. Todo un balón de oxígeno para las paranoias y teorías del reemplazo varias que proclama la ultraderecha europea. Suecia, el país más pacífico y estable de Europa, a la vez que el más abierto a la inmigración, sería el modelo perfecto de una sociedad destrozada por la inmigración. Suecia, por tanto, se ha convertido en la gran justificación de la ola de xenofobia que asola Europa, desde la Francia de Marine Le Pen a la Alemania de AfD.
La respuesta más simple es la mejor respuesta para cualquier populismo. En el caso sueco, la respuesta de la ultraderecha del país es la más simple. La ultraderecha no analiza las deficiencias de las políticas de integración para los nuevos ciudadanos, ni asume la necesidad real de las sociedades estériles europeas de nuevos ciudadanos que mantengan el nivel de vida de sus ciudadanos actuales. El fracaso sueco, más que una justificación de la xenofobia, debería servir para reafirmar a Europa en su apuesta por su apertura a la migración, pero con políticas que conduzcan a una mayor integración de sus nuevos ciudadanos.
Políticas que de verdad ayuden a esos nuevos ciudadanos, a los que necesitamos, a formar parte de nuestras sociedades de una manera real, sin paternalismos y sin marginación, para que no sean pasto de las bandas criminales que tratan de sacar beneficio de una juventud que no encuentra oportunidades en el país al que vinieron sus padres. Suecia no debe ser el ejemplo del fracaso de la Europa abierta al mundo, sino la oportunidad para una nueva Europa que acoja y logre una integración real de aquellos ciudadanos nuevos. Por desgracia, todo parece indicar que el fracaso sueco servirá para alimentar la xenofobia y las nuevas políticas de cierre de fronteras con las que la nueva Internacional de la ultraderecha parece querer asolar el mundo. Un nuevo peligro para aquella Europa que soñaron nuestros padres. Una Europa cerrada en sí misma, por muros y fronteras, cuyo futuro parece más desolador aún si escucha los cantos de sirena de la xenofobia.
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