Los norteamericanos se preparan para su principal celebración de todos los años, una fiesta reconocida prácticamente por todos –algo difícil en un país cada vez más dividido– y celebrada de forma semejante y por encima de las diferencias económicas y sociales: las familias se reúnen en torno a su pavo en el famoso Día de Acción de Gracias, el último jueves de noviembre, para conmemorar la llegada a las costas atlánticas de los primeros colonos británicos.

En 1621, un grupo de estos colonos, que habían pasado penalidades intensas en los años anteriores, se reunieron con los indios que les habían ayudado en sus momentos más difíciles y dieron gracias a Dios y a sus nuevos vecinos por lo que les ofrecía su nueva Tierra Prometida por la ayuda recibida y por la bonanza y libertad que se prometían en sus nuevas tierras.

Ahora, medio país celebra también, en este caso el resultado de unas elecciones que han mostrado las profundas divisiones, a menudo irreconciliables, en la sociedad norteamericana.

La otra mitad trata de lamer sus heridas y comprender el rechazo de las recientes elecciones, en contraste con la seguridad que sentían antes de los comicios. Tratan ahora de ajustarse a su nueva situación, que amenaza con dar al traste algunos de sus logros que parecían aberraciones a los seguidores de Trump.

El nuevo equipo que está formando Trump a marchas forzadas prepara claros cambios de rumbo que capitanearán personajes como Elon Musk o Vivek Ramaswamy, el también millonario de origen indio que fue candidato a la presidencia al comenzar esta campaña.

Se les unen personajes de otras procedencias políticas, como el otrora demócrata y futuro ministro de Sanidad Robert Kennedy, quien ha hecho el largo viaje desde el Partido Demócrata al que perteneció su tío el asesinado presidente Kennedy, o Tulsi Galbard, desconocida fuera de las fronteras americanas, pero protagonista de una transformación espectacular desde el Partido Demócrata, del que fue candidata presidencial hace ocho años, hasta mudarse al campo popular, que está hoy representado por los republicanos. Una cambio que Trump premió al nombrarla directora de los Servicios de Contra Espionaje.

Trump no es el arquitecto, es el líder

Muchos ven a Trump, quien consiguió una victoria más amplia de la que vaticinaban incluso sus más fieles seguidores, como el arquitecto de este cambio. En realidad es el líder y no el creador de esta reorientación social, pero ha sabido tomar el pulso al país y cabalgar la ola conservadora que es, en buena parte, una reacción a cambios que tan solo atraen a ciertos sectores del país.

A diferencia de 2016, cuando llegó a la Casa Blanca como novato, sin experiencia en las intrigas palaciegas de Washington, ahora llega preparado, resabiado y probablemente sin más disposición al compromiso que la absolutamente necesaria.

Si en su primer mandato hizo compromisos, probablemente Trump será poco flexible ahora en que, además, trabaja contrarreloj: la Constitución limita su mandato a otros cuatro años, de los cuales tan solo serán efectivos los dos primeros, pues los dos últimos se desvanecen siempre en la búsqueda de un nuevo candidato viable y los votantes no están ya por la labor de quien se va, sino en identificar su reemplazo.

Entre tanto, los demócratas se debaten entre continuar condenando por su derrota a los votantes –demasiado tontos para entenderlos–, o en acercarse a las necesidades diarias de la mayoría de la gente a la que dicen representar.

Desde el nuevo lugar que ahora ocupan en la oposición, los demócratas tienen la desventaja de que el nuevo equipo probablemente traerá una bonanza económica rápida, pero ello les dará tiempo para revisar sus políticas y beneficiarse del desgaste del poder que afectará a Trump como a cualquier gobierno. Especialmente si, como muchos advierten, las deportaciones en masa prometidas por el nuevo gobierno son frenos al crecimiento económico.