"Un pueblo habituado durante largo tiempo a un régimen duro pierde gradualmente la noción misma de libertad” escribía Jonathan Swift. Las elecciones presidenciales que hoy concluyen en Rusia parecen dar la razón a Swift. Vladímir Putin, tras haber tomado la iniciativa militar en Ucrania, aspira a reforzar su régimen autoritario una vez más.

En sus quintas elecciones a la presidencia, tras haber apartado del camino a los oponentes que le podían hacer sombra, y con el viento a su favor en los campos de batalla de Ucrania, parece difícil que los rusos boicoteen las elecciones como piden los líderes de la oposición. Todo parece indicar que Putin logrará una reelección que le servirá para validar su agresión a Ucrania y su cruzada contra Occidente y la OTAN.

Las voces que auguraban la implosión de la “democracia dirigida” que Putin lleva construyendo desde hace más de 20 años en Rusia, tras el fracaso de los primeros meses de la invasión ucraniana, no solo callan, sino que ven reforzado su régimen autoritario tras la cada vez más clara pérdida de la iniciativa ucraniana en el campo de batalla. Pero otra pregunta resuena entre muchos expertos, una vez visto que Putin sigue manteniendo un alto porcentaje de apoyo entre los ciudadanos rusos: ¿es posible una Rusia libre de autoritarismo? ¿Existe la posibilidad de que la democracia liberal triunfe en Rusia?

Personas paseando por la plaza Roja de Moscú, con la Catedral de San Basilio de fondo. EP

El autoritarismo, esencial en Rusia

Para muchos historiadores el autoritarismo es algo esencial a la identidad política rusa desde sus inicios como entidad política. Ya desde la fundación del Rus de Kiev, el llamado principado de los eslavos orientales, núcleo de la futura Rusia y que fue expandiéndose geográficamente y absorbiendo distintas regiones en búsqueda de seguridad y protección respecto a sus vecinos; dos se convirtieron en sus características principales: el liderazgo autocrático y la visión de Rusia como un imperio en expansión.

La expansión y conquista de nuevas regiones fue guiada por un panteón de reyes y zares a cada cuál más despótico, cuyos nombres dejan claro la dureza de sus formas de gobierno, desde Iván el Terrible, hasta Pedro el Grande. Unos monarcas reacios a las libertades de sus súbditos, que justificaban la falta de derechos y el atraso de su país en la necesidad de expandir sus dominios en búsqueda de la seguridad frente a unos vecinos que, en los momentos de dificultad, no dudarían, según ellos, en atacar a Rusia. Un relato que ha ido calando en la mentalidad de los rusos, siglo tras siglo, y que nos suena a relatos actuales provenientes de los dirigentes de Moscú.

Pero no debemos olvidar la segunda clave de la identidad política rusa, el imperio. Para algunos autores, al conformarse Rusia a través de la conquista de regiones de otros pueblos, no logró crear una nación que se identificase con un estado, basando el fundamento del estado no en la nación, sino en un imperio de distintos pueblos a los que era necesario controlar y gobernar con mano dura. Un imperio que históricamente siempre se justificó como una necesidad de defensa frente a la agresión de sus vecinos y, en los últimos siglos, del intento de Occidente de doblegar a los rusos.

Entre el pasado y el presente

Esta justificación del autoritarismo y del expansionismo no es algo limitado al pasado y sobrevivió incluso a la caída de los zares. El comunismo, que buscaba superar el atraso atávico del pueblo ruso y lograr la emancipación de los trabajadores y de las clases populares del antiguo imperio, tampoco fue capaz de salirse del autoritarismo y del imperialismo. Lenin no tardó en dar todo el poder a los bolcheviques, ahogando las libertades políticas y atando a las antiguas regiones del imperio a la URSS, aunque algunas como Polonia consiguieron zafarse del yugo soviético en un primer momento.

Stalin, sucesor de Lenin, llevaría el proyecto de Lenin aún más lejos. Primero, siendo uno de los precursores del totalitarismo moderno, creando un régimen donde nada escapaba al control del partido y del estado y llevando la tradicional autocracia rusa a nuevos niveles. Segundo, aprovechando la derrota de Hitler para conformar un bloque de estados satélites que le permitiese defenderse de su nuevo enemigo, Estados Unidos y su capitalismo liberal.

Aquel imperio soviético resistió varías décadas e hizo frente al Occidente capitalista. Pero para finales de los 80 se encontraba exhausto. Mijaíl Gorbachov y su perestroika trataron de salvarlo librando al comunismo soviético de las taras tradicionales de los gobiernos rusos, democratizando el sistema y soltando lastre con los países satélites que conformaban el imperio soviético. Gorbachov renunció al autoritarismo y al imperio, las dos almas de la identidad política rusa. Para algunos analistas ahí estuvo el error. Lo que parecía un nuevo amanecer del comunismo soviético fracasó. Pero, a pesar de ese fracaso, parecía que la democracia tendría su oportunidad.

Mihaíl Gorbachov

¿Nuevo amanecer?

Pero ese nuevo amanecer para Rusia, sin autoritarismos e imperio que proteger, también fracasó. Las medidas salvajes de liberalización de la economía, junto al reparto de la riqueza del país entre distintos oligarcas, condujo al país al caos. Y es en este caldo de cultivo donde un antiguo agente del KGB inició el retorno al autoritarismo y a la protección del imperio. Primero, metiendo a políticos y oligarcas en vereda, a través de un régimen en el que él, Putin, establecía las reglas. Segundo, acabando con la desintegración de Rusia en la segunda guerra chechena. Autoritarismo e imperio. Nacía la Rusia de Putin.

Más de 20 años después, Putin ha creado un país en el que él y sus hombres controlan todos los resortes del país. Desde los recursos económicos y las grandes empresas, hasta los medios de información, sin olvidar a los otros grupos políticos, a los que Putin tolera si no le hacen frente. Para quien intente salirse del guion establecido, la capacidad represiva del régimen no titubea. Alekséi Navalni, la principal figura opositora de Putin en los últimos años, es un claro ejemplo. Enviado hace unos meses a una cárcel de Siberia, murió hace poco, justo antes de las elecciones. La “democracia dirigida” de Putin no deja cabos sueltos para la improvisación en unas elecciones generales.

Más fuerte que nunca

Tras dos décadas en el poder, y tras haberse recompuesto de su apuesta más fuerte en política exterior, la invasión de Ucrania, Putin parece verse más fuerte que nunca. La situación de la guerra le ha permitido apretar el control sobre la sociedad rusa, acabando con los oligarcas que disentían, silenciando a los medios y reprimiendo a la oposición. Lo que parecía que podía convertirse en su tumba política, le ha servido como excusa para reforzar su autocracia. E incluso la mayor rebelión pública que ha sufrido en sus más de dos décadas en el poder, la sublevación de los mercenarios de la Wagner, le ha servido para atar aún más en corto a las fuerzas armadas y a los soldados de fortuna que luchan por todo el mundo bajo sueldo ruso.

Escritores e intelectuales exiliados, tachados de terroristas por criticar la invasión de Ucrania, avisan de que Putin está pasando del autoritarismo clásico a una nueva forma de neototalitarismo, mucho más represivo y que deja aún menos margen de libertad al ciudadano. Algunos incluso expresan que Putin significa el retorno del antiguo homo sovieticus y su totalitarismo, que siempre estuvo escondido, pero que encontró en el caos de la época de Boris Yeltsin una oportunidad de volver a resurgir a través de un joven político formado en los servicios secretos de la URSS. Rusia se ha convertido en un régimen de conformismo pasivo y miedo, en el que el espacio de las libertades es cada vez más pequeño gracias a la guerra de Ucrania.

Boris Yeltsin, en 1991.

A sus 71 años, Putin volverá a revalidar su mandato por otros seis años. Con una oposición silenciada, el control de los medios de comunicación y con el resto de partidos políticos domesticados, las posibles protestas de los seguidores de Navalni serían lo único que podría enturbiar la nueva victoria de Putin. Un nuevo mandato que, tras la reforma constitucional de 2020, permitiría al presidente incluso renovar dos mandatos más llegando a 2036.

Rusia como imperio

Pero estas elecciones no solamente servirán para afianzar el autoritarismo del régimen de Putin. El que haya sido capaz de superar los reveses iniciales en Ucrania y el miedo que esto está generando en todo Occidente, especialmente en Europa, pueden reforzar la otra cara del autoritarismo ruso, la visión de Rusia como un imperio. Con una política interna atada de pies y manos y con un Occidente en retirada en Ucrania, Putin puede apostar no solo por la defensa del imperio, como según él está haciendo en Ucrania, sino también por la expansión a otras regiones. Se ve muy difícil un ataque directo a un país miembro de la OTAN, pero con un Donald Trump en la Casa Blanca amenazando a Europa de dejarla sola ante el presidente ruso, cualquier cosa puede ocurrir. El rearme de Polonia y los países bálticos y la militarización de los tradicionalmente neutrales y pacíficos países escandinavos da, desde luego, mucho que pensar.

Poco margen de sorpresa por lo tanto para las elecciones de este fin de semana en Rusia. Putin volverá a vencer y continuará manejando todos los resortes de un país, en el que la situación de guerra servirá para apretar todavía más a la población y mermar sus libertades. Limitar derechos y libertades para defender el imperio y la grandeza rusa. Un viejo cuento del que los rusos parecen incapaces de escapar y que este fin de semana, de la mano de Vladímir Putin, iniciará un nuevo episodio que nadie conoce como continuará. Autoritarismo e imperio. El viejo adagio de la política rusa parece renacer.