Si la Biblia nos habla de los israelitas que pasaron 40 años en el desierto para llegar a la tierra que su religión les prometía como un regalo de Dios, las noticias nos hablan hoy de cientos de miles de ciudadanos del hemisferio americano que buscan su tierra prometida, probablemente con más riesgos y sin que nadie escriba epopeyas sobre su viaje: tratan de llegar al “Norte”, como en muchos países del continente americano se conoce a Estados Unidos.

Las llegadas son tan masivas que se puede hablar de una avalancha, aunque es muy probable que el actual Gobierno norteamericano haya hecho sus cálculos y crea que el balance de las llegadas es positivo, a pesar de todos los problemas que acarrea.

En estos momentos, uno de los mayores grupos proviene de Venezuela, el otrora rico país petrolero que tiene las mayores reservas de crudo del mundo y cuyos habitantes huyen en masa como hicieron en su día tantos millones de residentes de la Europa del Este. Al principio lo hicieron a la vecina Colombia y otros países del hemisferio sur, pero la falta de trabajo y la debilidad de las economías vecinas no les permite ganarse la vida y recurren al coloso del continente.

Para Estados Unidos, estas llegadas son incómodas pero seguramente bien venidas porque el país sigue tan necesitado de mano de obra hoy como en los siglos anteriores. Pero a los inmigrantes no se lo ponen fácil: la travesía es larga, cara y peligrosa, hasta el punto de que muchos pierden la vida en el intento.

Uno de los lugares en que el interés se centra en estos momentos son las selvas de Colombia y Panamá, el punto conocido como Darién, compartido por ambos países y cuyas condiciones naturales son tan difíciles que la Carretera Panamericana que va a lo largo de las Américas, está interrumpida por los kilómetros en los dos países vecinos.

Colombia ha anunciado ya desde hace tiempo su intención de sanear el terreno de manera suficiente como para adelantar la carretera en lo que hoy es selva, pero no así Panamá, de forma que cruzar de una América a otra seguirá siendo difícil y peligroso. Algo reservado a los desesperados en busca de una vida mejor.

En este terreno selvático hay animales violentos, serpientes venenosas y, con frecuencia, el terreno es prácticamente impasible porque la lluvia lo convierte en un lodazal. Se calcula que para cruzarlo se necesitan de 4 a 7 días, según el estado físico del caminante, un número que se eleva fácilmente a 10 después de las lluvias.

Este alud de caminantes ha cambiado también la fisonomía del lugar: los residentes habituales, tribus primitivas que pueden sobrevivir en este ambiente, han dejado sus trabajos de pesca y cultivo para trasladar y cuidar a los viajeros, de forma que a su manera han descubierto también la industria turística.

Quienes han cruzado la zona, aseguran que se han encontrado cadáveres flotando en sus ríos y que grupos de delincuentes también son una amenaza, pues roban a los caminantes cuanto llevan de valor y abusan sexualmente de ellos. Nada parece arredrar a estas personas que a menudo viajan en familia, con niños pequeños, como tampoco frena a los jóvenes que viajan solos y que son aproximadamente un 15% de quienes se adentran en esta jungla.

Y es un viaje largo: todavía hay que cruzar toda Centroamérica y recorrer México de Sur a Norte, sin tener garantía de poder entrar en la tierra prometida cuando lleguen a sus fronteras.

Basta con ver los riesgos que aceptan, para imaginar las condiciones que dejan atrás y la promesa es tal que muchos vienen de más lejos, especialmente de China y después de pagar sumas importantes por la travesía.

Algunos aseguran que no estaban informados de la dificultad del terreno y que no habrían emprendido el viaje de haberlo sabido, pero la mayoría está contenta de haber salido con vida y dispuesta a seguir viaje hacia el Norte.

Dentro de poco, además de cobrar lo suficiente para sobrevivir, habrán olvidado la selva y serán los mimados de los políticos que querrán ir ganándose su voto para el día en que puedan votar.