En los dos últimos años, cuando en Washington regía un gobierno monocolor, con las dos cámaras del Congreso y la Casa Blanca controladas por el Partido Demócrata, el presidente Biden no tuvo problema en llevar a la práctica sus deseos políticos –o los deseos de sus colaboradores que son probablemente quienes de verdad gobiernan y suplen así las deficiencias por senilidad de su presidente–.

Pero la situación cambió el pasado mes de noviembre cuando el Partido Demócrata perdió la mayoría de la que había gozado durante dos años en la Cámara de Representantes y, aunque conservó el control del Senado y de la Casa Blanca, tiene desde entonces las manos atadas: desde su posición de minoría, no controla los comités del Congreso, no decide la agenda y, sobre todo, no tiene los votos suficientes para impedir las iniciativas republicanas.

Y eso mismo se aplica al presidente, especialmente porque tiene grandes planes, con los que espera pasar a la posteridad como el gran defensor del medio ambiente y el martillo de los contribuyentes adinerados.

Este último punto queda a la vista en la propuesta fiscal para el próximo año que tradicionalmente la Casa Blanca envía al Congreso en estas fechas. Allí, los presidentes declaran sus prioridades, tanto si esperan que aprueben sus propuestas como si no tienen posibilidades de que eso ocurra. El presupuesto consiste más bien en un documento político que explica sus posiciones y señala a los votantes las razones para darles su confianza en las próximas elecciones.

La reelección de Biden

Y para Biden las próximas elecciones son importantes porque, contrariamente a lo que la mayoría del país esperaba cuando se convirtió en presidente en 2020, es casi seguro que se presente a reelección, a pesar de que muchos demócratas prefieran que se tome un descanso tras sus largas décadas en la política y se retire a disfrutar lo que sus menguadas capacidades aún le permitan.

Con una de las dos cámaras en su contra, cualquier presidente tiene grandes dificultades para que apoyen sus presupuestos, pero en este caso la dificultad será todavía más evidente porque las propuestas de Biden son tan ambiciosas en el sentido progresista, que incluso se le oponen algunos congresistas moderados de su partido.

Es algo que Biden, o el equipo que haya preparado para él estas propuestas, sabe perfectamente: su propuesta fiscal, que eleva los impuestos de la gente adinerada a niveles incluso superiores a los europeos, “llega muerta” a los legisladores. Pero no se trata de ponerla en práctica, sino de tomar una posición electoral para 2024.

Porque el progresismo de Biden tiene pocas posibilidades de convertirse en realidad, incluso si todo el Gobierno fuera demócrata: las fuertes subidas de impuestos a los norteamericanos adinerados pueden ser un freno a la actividad económica y empobrecer al país por generaciones, pero sobre todo, con una de las dos cámaras controlada por la oposición, no habrá forma de conseguir los votos suficientes.

De hecho, el rendimiento económico ha bajado ya a pesar del pleno empleo del que goza el país y esto ocurre en plena carrera tecnológica y económica con China, mientras que en el hemisferio americano la situación tampoco es tranquilizante: Estados Unidos se ve seriamente amenazada por los carteles de la droga que envían al país anualmente toneladas de productos que cuestan miles de vidas, sin que los gobernantes de los países que exportan drogas muestren deseos –o capacidad– de controlarlos.

Guerra al narcotráfico

Se empiezan a oír propuestas de ciudadanos norteamericanos para que Estados Unidos declare la guerra a estos carteles de narcotraficantes, pero es improbable que haya ninguna colaboración entre sus vecinos, principalmente México, que se ha convertido en una amenaza por su gran producción de estupefacientes y la delincuencia que genera para defender a este sector.

El último incidente, un secuestro de cuatro turistas norteamericanos en el que dos de ellos murieron, provocó incluso una inesperada excusa pública de los traficantes de droga mexicanos, quienes aseguraron haberse “equivocado”. Esto no ha servido para acallar las voces de los norteamericanos que consideran a su país embrollado en una guerra que amenaza su supervivencia y a la que debe responder militarmente.

No es de sorprender que México no desee cooperar en semejante guerra que representaría una invasión de su territorio por tropas extranjeras y el presidente López Obrador se apresuró a culpar a los norteamericanos por su adicción a la droga. En realidad, el único gobernante del hemisferio dispuesto a medidas radicales contra los narcos es el de El Salvador, que ha construido fortalezas inexpugnables para encarcelar a las mafias de la droga, pero en vez de conseguir aplausos, se le critica por violar los derechos humanos de los prisioneros.

Pero ni los millares de ilegales que llegan a la frontera sur de Estados Unidos ni la guerra contra el narcotráfico parecen ocupar la política de Washington, más concentrada en cuestiones presupuestarias y aspectos técnicos de la carrera electoral y con escasa disposición a una política de austeridad a pesar de su elevada deuda.