Albert Camus escribió que todo lo que aprendió sobre la moral y las obligaciones de la vida se lo debía al fútbol. Eso lo dijo porque no tuvo la oportunidad de conocer a los altos dirigentes del fútbol mundial. Es desde esos elevados niveles desde los que se pregona para lo que les interesa esa regla no escrita que dice que no hay que mezclar la política con el deporte, en este caso, la política con el fútbol. Esa vino a ser la justificación que empleó la FIFA para lavarse las manos ante el genocidio palestino de Gaza y esquivar las peticiones de suspensión de la federación de Israel, al igual que se había hecho con la de Rusia por la invasión de Ucrania. Pero el máximo órgano del fútbol mundial se las ha vuelto ensuciar con el servilismo propio del que solo le importa el dinero para entregarle a Donald Trump el primer Premio FIFA por la Paz antes del sorteo del próximo Mundial que, además de en México y Canadá, se jugará en Estados Unidos, sede de la final. No hace falta fantasear mucho para imaginarse al presidente estadounidense en el palco del estadio como un emperador moderno presidiendo el partido ante una audiencia global mil millonaria. Quién sabe, viendo como gobierna su país y parte del mundo y la falta de escrúpulos de la FIFA, igual le han otorgado la prerrogativa para decidir quién es el equipo campeón, como el mito del César bajando el pulgar para sentenciar al derrotado.