Hace pocos días pude asistir al penúltimo concierto que ofreció Joaquín Sabina en Madrid. La verdad es que fui con mucha ilusión pero salí del recinto con cierta tristeza.

Se despide uno de los artistas que han compuesto la banda sonora de mi vida. Queda su trabajo, del que sobre todo y por falta de tiempo disfruto en los viajes en coche, pero no le volveré a ver. Ya está, fin de la emisión. Y eso me hace pensar en la fugacidad del tiempo. Recuerdo los primeros conciertos a los que acudí hace más de tres décadas, cuando las noches eran largas, y prometían lo que muchas veces no daban. El adiós ha llegado ya cuando las noches son solo para dormir, y cada vez peor.

Sabina se retira de la escena y ahora los que hace treinta años teníamos veintitantos pasamos a ocupar el banquillo. Pasa el tiempo, pero quedan las notas de las canciones. Esas letras que cuando se es joven parece que han sido compuestas pensando en ti. Pasa el tiempo y quedan los recuerdos de algunos momentos especiales en los que sonaba tal o cual tema. Pasa el tiempo, las arrugas se abren camino pero dentro siempre queda agazapada aquella que fuiste cuando todavía pensabas que todo podía pasar. y ante todo, como cantaba el inolvidable Luis Eduardo Aute, “queda la música”.