Seguramente, la Vuelta que acaba hoy será la más accidentada de su historia. La participación del equipo patrocinado por un millonario israelí amigo de Netanyahu ha propiciado el boicot y el sabotaje de grupos de apoyo a la causa palestina. A partir de ahí, se han sucedido las opiniones sobre la conveniencia de mezclar política y deporte, sobre la legitimidad de las protestas, sus límites y sus formas; sobre la imagen que se proyecta al exterior o sobre el derecho a disfrutar del espectáculo, cuestiones todas ellas que alimentan debates sin fin y sobre las que, muchas veces, la opinión cambia según va la feria. Lo que no ha cambiado desde que comenzó la carrera hasta hoy, su última día, es la gravedad de lo que está ocurriendo en Gaza, la impunidad con la que Israel perpetra su plan para borrar la vida palestina de la franja, la incapacidad y la dejación de la comunidad internacional y la impotencia que provoca si se tiene un mínimo de humanidad. Un cóctel que ha convertido la participación de ese equipo en un hecho inaceptable. A diferencia del fútbol, el ciclismo es un blanco fácil, imposible de blindar y cuyos profesionales se han visto expuestos a situaciones de enorme riesgo por actitudes irresponsables totalmente innecesarias para el fin que se decía defender.
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