Tenía 40 y pocos cuando vio por primera vez el mar. El fallecimiento de su padre le ató demasiado joven a un trabajo en el que no existen festivos, como nos ocurre a los periodistas. Panadero de profesión, que no de vocación, no fue hasta la madurez cuando se desligó del horno con el que había ayudado a mantener a su familia para dedicarse a su verdadera pasión: la fotografía. El salto supuso también un cambio cualitativo en su vida: por fin tenía tiempo libre o libertad para gestionar su tiempo. Y decidió hacer un viaje con sus dos amigos de toda la vida. Fue uno de esos viajes que te pone frente al espejo y te muestran quién está detrás. De esas aventuras que emprendes con una maleta casi vacía (porque no nos engañemos, en realidad, para disfrutar de la vida se necesitan pocas cosas), pero de la que regresas con la mochila llena de vivencias, historias, paisajes, nombres y recuerdos. Y como no podía tener otro final, el caminó terminó en el mar, en una playa gallega bañada por el frío Atlántico. Todavía recuerdo su rostro, como el de un niño que abre el regalo más esperado. Sus manos sumergiéndose, por primera vez, en el agua salada. Fuimos varios los que contemplamos esa escena en silencio, redescubriendo a través de su mirada la belleza natural en movimiento. Un regalo inesperado que evoco cada vez que veo el mar, como si estuviera, de nuevo, en aquella playa gallega, como si fuera mi primera vez.
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