El 24 de febrero se cumplirán tres años del comienzo de la invasión terrestre de Ucrania a cargo de las tropas rusas. Fue el inicio de la segunda fase de la guerra entre ambos países, tras los choques que se produjeron entre 2014 y 2015, con la anexión de la península de Crimea como principal botín para Putin. Las cifras no están claras pero algunas fuentes hablan de un millón de vidas perdidas. Salvo pequeñas oscilaciones, el frente parece congelado en una línea que tiene todos los visos de convertirse en la nueva frontera entre ambos países. No nos puede pillar de sorpresa. Tal y como lo ha deslizado Estados Unidos, el regreso a las fronteras anteriores no es un objetivo realista y todos lo sabían. Trump no ha echo sino cumplir con lo que ya anunció que haría si llegaba a la Casa Blanca, de acuerdo con Putin, achicando el margen negociador a Ucrania y dejando a Europa fuera de la ecuación. Europa se muestra sin capacidad de reacción en este arranque de mandato de Trump, desarbolada ante una secuencia de decisiones que desnudan su debilidad. Con la ultraderecha en modo caballo de Troya, el proyecto comunitario cada vez tiene peor pinta. Y si alguien es responsable, miremos a los estados, al fin y al cabo son los que lo han diseñado.
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