En una esquina de la plaza central de Oslo, junto a la antigua estación de tren Austbane, un gran martillo de acero inoxidable destroza una cruz gamada contra la roca noruega. “Valió la pena luchar por la libertad, por todos los países, por todas las clases, por todos los pueblos”, reza la leyenda de la escultura Knus Nazismen. Bien porque podía eclipsar la escultura del tigre que preside la plaza Jernbanetorget o bien porque presenta una “estética soviética”, hace diez años y entre algunas críticas fue inaugurada por veteranos del grupo Osvald, la resistencia ante la invasión nazi. El ejército alemán lanzó la operación Weserübung contra Noruega y Dinamarca en primavera de 1940. La excusa, adelantarse a una posible invasión británica, hipótesis que alentó desde Noruega Vidkun Quisling —la barbarie siempre halla apoyos tras la línea enemiga—. La razón real, alimentar la maquinaria de guerra con el hierro sueco que embarcaba en Narvik. La Wehrmacht precisó de tres batallas para terminar de hacerse con este puerto del Círculo Polar Ártico. Allí se conservó el ánimo de la resistencia noruega, consciente de que la esperanza de las pequeñas derrotas de hoy puede girar mañana el rumbo de una guerra.
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