Me sorprendo sorprendiéndome por la sorpresa que muchos demostraron ante la reciente victoria de Trump. En la posmodernidad multipolar en la que vivimos, el multimillonario consigue compactar a sus adeptos gracias al señalamiento de la otredad: todos son malos menos nosotros. Lo que cada uno entienda de otros y nosotros, claro, es una visión subjetiva que, no obstante, Trump convierte en homogénea. En el análisis de la gauche divine europea lo más fácil es quedarse con que su votante es un hombre cis, hetero, racista, misógino, tránsfobo y sin estudios universitarios; es decir, un paleto incestuoso y follacabras empobrecido, amante de las armas y que no le gusta que lo encierren en casa si hay una pandemia. Y ya está. Eso sí, todos los que albergaban valores contrarios a estos, la élite intelectual, económica y progresista de EEUU, decidió votar a la candidata sionista por excelencia –también lo es Trump, no hay que olvidar el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén– que ha firmado su apoyo incondicional al genocidio de Israel en Gaza y que ha sido parte de una Administración que ha hecho escalar la guerra contra Rusia en Ucrania. Pensar que por su condición identitaria Harris era mucho mejor que Trump es no conocer aquel gag de Futurama de dos candidatos opuestos, que eran clones: uno se llamaba Jack Johnson y el otro John Jackson. Y ya está.