Hace años, una mujer de Copenhague llamada Agnete conoció a un tritón que la convenció para irse a vivir con él al mar. Formaron una familia y fueron felices tanto como se puede ser feliz bajo el agua, como muestra Bob Esponja. Un día ella quiso visitar a su familia. El tritón accedió, pero temía que no retornara, así que le dio 24 horas si quería volver a ver a los niños. Las campanas que habían llamado la atención de Agnete doblaban por su padre, que se había quitado la vida desesperado por no poder encontrarla, como le relató su madre. La ya Reina del Mar decidió no bajar al agua, para desesperación del tritón y sus siete hijos. Siglos después la mitología nos explica quiénes fuimos y guarda en paño nuestra literatura oral. Incluso se precipita hacia abajo, al borde del canal. La corriente enseña el camino hacia el mar y varias figuras sumergidas: son el tritón y sus hijos junto a la orilla, que todos los días se acercan a rogar a su madre que vuelva con ellos. No hay rastro de Agnete. Quizá deambule errante por las calles de Copenhague desde que descubrió que su madre también había fallecido. Quizá Agnete no exista. Quizá el mito, como la escultura sumergida a cada uno que se asoma a verla, nos recuerde esos lugares que perdimos por escuchar campanas.
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