No hay día que no leamos no una sino varias noticias relacionadas con abusos, agresiones o asesinatos sexuales; detenciones y juicios por los mismos motivos; o estadísticas y balances que cuantifican todos estos episodios, casi siempre estableciendo nuevas marcas sobre registros anteriores. Solo en la última semana, y hablo de memoria, nos han contado que en Barcelona un hombre era buscado por la policía tras amputar la mano de su mujer porque sospechaba que le engañaba; en Bilbao, otro hombre asesinaba a su pareja, al parecer, atacado por un brote psicótico; en Gipuzkoa se va a juzgar la próxima semana a un varón por violar a una chica de 14 años a la que estranguló para que perdiera la conciencia. Y por supuesto, la serie de informaciones judiciales sobre el inconcebible caso de Gisèle, la mujer a la que su marido, Dominique Pelicot, drogó durante más de una década para que desconocidos la violaran y, así, satisfacer sus deseos más perversos. La trágica rutina a la que nos acostumbramos por la fuerza de la repetición de los hechos solo se va sacudida cuando ocurre una muerte machista o se descubre una historia terrorífica como la de Gisèle. Cada vez se percibe con más claridad que la dimensión real de la violencia que sufren las mujeres está muy lejos de lo que registran las estadísticas oficiales. Creo que la verdad se aparece mucho más a la del iceberg, que solo muestra una pequeña parte de su verdadero tamaño, oculto bajo el agua. La escritora Lola Lafón escribía esta semana un artículo en El País (Nos han violado porque sí) del que recojo dos frases tremendas pero certeras que sitúan a cada uno de los dos sexos en este contexto: “No todos los hombres son violadores, pero da la impresión de que cualquiera puede serlo”. Y sobre las mujeres, que “la violación es terriblemente democrática: cualquiera puede ser víctima”.
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