Estos días miles de jóvenes se enfrentan al momento más temido: la Selectividad. Los datos dicen que la mayoría aprobará, pero eso no quita que sean jornadas de un estrés extremo para muchos. En unos pocos días deben demostrar lo aprendido en toda una vida académica y, además, decidir, en la mayoría de los casos con únicamente 17 años, qué van a estudiar y, por tanto, a qué se van a dedicar.
Eso provoca que después muchos se arrepientan de la carrera que han escogido. Y es que es absurdo poner esa presión en personas que apenas entienden todavía cómo funciona el mundo y lo que quieren hacer. Además, este sufrimiento sólo lo padecen los jóvenes cuyos padres no pueden pagar universidades privadas con precios prohibitivos y que deben superar unas notas de corte que en ocasiones exigen calificaciones altísimas.
Me parece terrible que, por no estar correcto un solo día o quedarte en blanco en un examen, puedas quedarte sin estudiar aquello que quieres tras un esfuerzo titánico en los años en los que más deberías estar disfrutando de la juventud. Ni es justo ni sirve para que todo aquel que quiera estudiar pueda. Vomitar unas ideas sobre un papel aprendidas de memoria no garantiza un mayor o menor conocimiento ni valía para una determinada profesión.