En los siete años que llevo escribiendo estas líneas, les he llegado a ofertar un riñón a precio de bebé subrogado para poder pagar un piso en Donostia y también mi firma para compartir en pareja una hipoteca a 40 años. No ha colado. A punto de desistir y de hacerle caso a mi madre y a su “Deja de escribir chorradas”, una arquitecta, que ha renunciado a trabajar de lo suyo, se interesó por mi última columna, aquella en la que enumeré objetos que partenaires de alcoba y de corazón dejaron en mi casa. Me preguntó por uno de los dos tablones de la que prometió construirme un escritorio y no lo hizo. Que me lo compraba, propuso. Que se lo regalaba, respondí, que los plumillas estamos forrados. Me imaginé como DiCaprio, caballeroso pero helado, cediéndole a Winslet la discutida tabla del Titanic. En este caso, las dimensiones del madero también eran importantes. Si era muy grande, ocuparía demasiado en la diminuta habitación sin luz natural del piso que comparte. Pero necesitaba, ella sí, un escritorio. Había aceptado dos empleos –compagina hasta tres–, con condiciones cuestionables, que exigían teletrabajo. Así arañará días al paro y llegará algo más holgada a las prácticas no remuneradas del máster en Formación del Profesorado que estudia. Y es que hay tablas en las que ni siquiera cabe una persona, sólo permiten mantenerte un ratito más a flote. Las abisales aguas del precariado, en cambio, están repletas de sueños rotos y jóvenes muertos por hipotermia.