Encontramos lecciones de vida en cualquier esquina. Sólo hay que detenerse un momento y observar. El de estos días es el estallido de la naturaleza y su silencio floreciente, siempre tan revelador; es el tiempo de la segunda oportunidad, de la esperanza y del renacimiento tras la densa oscuridad. Resulta fascinante observar cómo brotan de una rama que parece muerta tallos, yemas y hojas que reclaman su espacio en el mundo. Un espejo en el que mirarse, una lección de vida, porque detrás de ese milagro de la Naturaleza hay, de alguna manera, buenas dosis de paciencia, de aprender a soportar estoicamente los rigores del invierno a la espera de que algún día, con tenacidad, llegue el resultado y florezca por fin aquello que anhelamos. Pero en la cultura de lo inmediato a ver quién escucha a la Naturaleza. Siempre será más cómodo comprar un tomate que plantarlo y, mejor aún, ir a un restaurante que hacerse cargo de la ensalada. En la política, que tanto ruido mete estos días, ocurre otro tanto. Se imponen las luces cortas. El envejecimiento y el reto demográfico, por citar dos ejemplos, deberían haber sido abordados de común acuerdo desde hace muchísimos años. Pero claro, ponerse de acuerdo, y a largo plazo, casi nada. Siempre es más cómodo dar la espalda a la Naturaleza. El problema es que somos hijos de ella, hijos perdidos sin referencias.