Ahora bajo la basura dos veces. Atendiendo a las indicaciones de los médicos, lo hago por las escaleras. Ya en el portal, al abrir la puerta, me viene a la cabeza que me he olvidado la tarjeta. Esa tarjetita que han puesto algunos ayuntamientos convirtiendo los contenedores de basura en una especie de caja fuerte del banco. Antes era más fácil, la ponías en la cestita del orgánico y no se te olvidaba. Pero ahora hay otros contenedores que se han sumado a la fiesta de impedir su apertura. Así que me doy media vuelta porque no quiero ser uno de esos tipos y tipas que abandonan su basura en el suelo. Sí, ya sé que hay una aplicación que te crea una tarjeta virtual, pero la memoria de mi móvil está ya como la de su dueño, y no hay hueco para más (y tampoco llevo siempre el móvil). También podría llevar la tarjetita todo el día encima (a quién no le apetece ir abriendo contenedores allí donde va), pero ya lo hice un tiempo con la Mugi y si se te dobla un poquito, la broma te sale por 5 euros. Así que vuelvo escaleras arriba con mi basura, cojo la tarjeta y otra vez para abajo. La paso, el contenedor se hace el remolón, me hace dudar de si la tarjeta basuril, que duerme entre algodones, se está marcando una Mugi, pero finalmente es el ego del contenedor, con complejo de caja fuerte de banco con efecto retardado, el que sale a relucir. Encesto. Hago el reparto en el resto de contenedores y dudo si coger ya el ascensor.