El mundo del deporte, por muy limpio que sea su espíritu, no se libra de la corrupción, sobre todo cuando entran en acción algunos dirigentes con ansias de poder y dinero. En el caso concreto de los clubes de fútbol, además, el asunto parece más goloso aún. Hoy en día, son fondos de inversión, empresarios adinerados o incluso Estados los que se dejan seducir por equipos que, por un lado, les pueda llevar a la fama, y, por otro, les permita sumar dividendos (aunque aquí el negocio es más complicado que en otros sectores) a sus cuentas. En su momento, hace algo más de 20 años, apareció Dmitri Piterman en la Liga como un elefante en una cacharrería. El magnate ucraniano, que ya había realizado diversos intentos por controlar otros clubes, adquirió buena parte del accionariado del Racing de Santander y, no contento con gestionar el club desde el despacho, se hizo pasar por utillero, fotógrafo y periodista, para controlar la situación a ras de césped. Más tarde, aquejado por unos preocupantes delirios de grandeza, compró el Alavés, pero, envuelto siempre en la polémica, no dejó de originar problemas en el club vasco. En 2012, un juzgado le condenó a indemnizar a la entidad con casi 7 millones de euros. Años más tarde decretaron una orden de arresto internacional contra él. Y ahora, en un nuevo juicio, tampoco comparece y la Audiencia de Araba ha vuelto a dictar otra orden de búsqueda y captura. Un ejemplo más de la corrupción que acecha al deporte.