Los padres suelen ser a menudo un referente para sus hijos en la etapa infantil. Héroes que hallan soluciones para nuestros problemas, que nos cuidan y protegen. Padres y madres que, sin embargo, son personas tan vulnerables como otras, tanto como lo serán nuestros hijos e hijas en el futuro, por mucho que disimulemos. Padres expuestos a tener que sortear las vicisitudes de la vida como pueden, unas veces mejor y otras peor, y hacer como que no pasa nada. Personas con puntos fuertes y débiles, con momentos de lucidez y crisis también. En el fondo, todos intentamos mantener esa magia durante el mayor tiempo posible. Pero siempre hay un día en que nuestros hijos van a comprender que no somos Supermán ni Wonder Woman. Esa vulnerabilidad expuesta no es mala, pero no puedo dejar de recordar el rostro incrédulo de mis hijos este verano, cuando un exceso de confianza me llevó a ser prácticamente atropellado por un conductor despistado en un paso de cebra. Fue un grito salvador el que me rescató: ¡Mikel! y me hizo saltar hacia atrás lo justo para no acabar debajo de un montón de chatarra ante mi propia familia. Me quedé blanco: “Creí que iba a parar”. No acerté a decir más, desnudo ante los ojos de dos pequeños. Adiós a la magia, al secreto mejor guardado de los padres. l