Estoy comiendo un menú del día en una mesa al fondo del restaurante antes de volver a la redacción mientras leo las noticias, esa costumbre que me afeaban de chaval en casa y no me he sabido quitar. Ella se acerca desde la barra con paso firme, diría que hasta acelerado. “¿Has terminado con el periódico?”, me pregunta casi tirando de una esquina del papel. “Pues la verdad es que no”, respondo. “Pues ya llevas un buen rato”, insiste. “Sí, bueno, el periódico es mío”, le aclaro. “¡Ah!”, media vuelta y se larga sin darme tiempo a decirle que se lo puedo prestar. La escena se repite con la misma señora –la reconozco– y las mismas maneras apenas una semana después, pero le corto antes con un “es mío” y ya ni pienso en prestárselo. Al día siguiente, por la mañana, tomando un café en otro lugar, mientras leo el periódico (esta vez del bar) me viene un abuelete y con un tono más educado, me pregunta si he terminado. Apenas lo he tenido tres minutos, pero sonrío, lo cierro, se lo entrego, y sigo en el móvil. No, no es verdad que el periódico de papel no interese, tras la pandemia ha vuelto a estar muy codiciado, sobre todo en los bares y restaurantes, y hay quien trafica con él, se lo guarda a un conocido o se lo exige a otro como si fuera suyo. ¿Hay acaso un placer mayor en un bar que tener el periódico libre? Lo dudo.