La memoria es frágil, huidiza, fragmentaria y, en ocasiones, poco complaciente. Lo digo yo que, con 35 años, para el mediodía ya he olvidado qué he desayunado. Lo digo yo y me pregunto qué diría de esto mi amona Carmen, que falleció la semana pasada con 99 años recién cumplidos y con la cabeza mucho mejor amueblada que su nieto. Cuando llegó en 1924, el mundo era uno. Cuando se marchó el martes pasado, otro radicalmente distinto. Entre medias, miles de experiencias, mucho amor, cuidados infinitos a su marido, sus padres, sus hermanos, sus hijos, sus sobrinos y a nosotros, sus nietos, que existimos durante un fragmento de su vida, mientras que ella existió durante toda la nuestra, una vida que ya es imposible que sea igual, porque es peor. Ley de vida, dicen. No consuela, digo. Es ahí donde entran en juego los recuerdos desbordados por su presencia: efectivamente, siempre estuvo allí. La primera imagen que atesoro es de ella recogiéndome en el parvulario, llevándome a casa y haciéndome un truco de magia. De su monedero, aparentemente vacío, no paraban de salir chocolatinas con forma de paraguas. Nunca supe cómo lo hizo, si la cartera tenía doble fondo o si, efectivamente, no tenía fin. Todos estos años dudé en preguntárselo. No por temor a que me respondiese que no sabía de qué le hablaba, sino porque siempre he preferido pensar que mi amona era mágica. Lo era.
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