Hace tres meses, el 5 de abril, la tercera etapa de la Itzulia pasó por delante de la redacción de este periódico. Salimos a la Avenida de Tolosa y nos apostamos en la acera junto a vecinos, currelas, universitarios y demás gentes que pululaban a esa hora del mediodía por este rincón del barrio de Benta Berri. Pasó el pelotón y fue un visto y no visto. Por delante iban las motos y coches que abrían la prueba. Por detrás, los vehículos de los directores deportivos y, cerrando la fila de coches, el imprescindible coche-escoba. Cinco minutos después, era como si no hubiera sucedido nada. Fin de la historia. En esencia, el Tour es lo mismo: cientosetentaytantos ciclistas, repartidos en 22 equipos de ocho corredores, que durante entre cuatro y cinco horas van a fuego. Les vemos pasar como motos, ya sea en la Itzulia o en el Tour. Lo que diferencia al Tour de la Itzulia, la Vuelta, el Giro o cualquier otra carrera de prestigio es el envoltorio. Todo lo que rodea a la prueba francesa es gigantesco. Su repercusión económica, mediática y social no tiene comparación. El Tour es el patrimonio deportivo y cultural que mejor ha sabido exportar Francia. Un espectáculo itinerante y mastodóntica que cada día atraviesa decenas de municipios a los que envuelve de amarillo.
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