Entre la tradición cristiana del sufrimiento y las modas como el straight edge, que reivindican el cuerpo como un templo inmaculado, estamos los que creemos que sólo existe el presente que hay que exprimir. Nos tildan de hedonistas, como si eso fuese un insulto. Si le duele la cabeza porque tiene resaca, tómese un Ibuprofeno. ¿Que daña el hígado? No se preocupe, tarde o temprano acabará en el mismo hoyo que todos los demás y ya no importará si en vez de Paracetamol tomó algo más fuerte. El problema es que desde la nada, nadie devuelve la pregunta clave en todo esto: ¿Para qué vivir con dolor? Hablo de la carne, pero también del alma. Ocurre con las depresiones, un tabú. Hay quien rechaza la terapia y los fármacos, como si un hombro dislocado pudiese volver solo a su posición original. Un cerebro roto tampoco se recupera sin ayuda. Durante más de un año he tomado cada día 40 mg de Fluoxetina y 30 de Mirtazapina, dos inhibidores de la recaptación de la serotonina que han impedido que mis monstruos vayan a más. Ahora que sólo tomo 20 de lo primero –aunque sé que en algún momento del futuro la dosis volverá a aumentar–, les digo algo, si tienen dudas de pedir ayuda o medicarse, hagan lo que hago yo: abracen a sus seres queridos y díganse aquello de “hay que drogarse más”, que sólo hay una vida.