La primera noticia que leí sobre los niños desaparecidos en Colombia que han sobrevivido 40 días en la selva fue cuando el presidente tuiteó por error que habían aparecido con vida. Desde entonces seguí las pocas novedades con ansia, contagiada por el entusiasmo que el comandante Sánchez mostraba en sus declaraciones a los medios: “Están vivos”. Él consideraba que, de haber fallecido, el operativo de búsqueda habría encontrado los cadáveres. El hecho de ser indígenas y conocer las plantas de la selva con las que alimentarse o cómo moverse en un mundo habitado por jaguares y serpientes incrementaba las apuestas a su favor. Pero también que en la zona hubiera comunidades que viven al margen de lo que para nosotros es civilización. Los indígenas creían que los habían acogido. No serían los primeros. Suele suceder que la gente desaparece y regresa años después con una sabiduría desconocida incluso por los moradores de las zonas habitadas de la selva. También hay los que nunca regresan. Las autoridades temían, no que los niños estuvieran muertos, sino que desaparecieran en los brazos de una de esas tribus nómadas, porque no podrían dar nunca la noticia de su hallazgo, vivos o muertos. Al final, la selva los ha devuelto demacrados y asustados, pero vivos. “Milagro, milagro, milagro, milagro”, gritaron los militares a su encuentro.