La inminente celebración de las generales no ha dejado tiempo para la digestión pausada de los resultados de las municipales, forales y autonómicas. El 23 julio asoma a la vuelta de la esquina sin tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido el domingo que, más allá de las particularidades de cada ámbito electoral, muestra como conclusión un doble comportamiento del electorado: el aumento de la abstención y el castigo a los que gobiernan. Parece el efecto de la pandemia. Pero es una pantalla superada y ahora estamos ante la inesperada convocatoria anticipada, una hábil jugada para sortear las responsabilidades por el desastre electoral del domingo y evitar el desgaste sin remisión hasta la derrota total de haber mantenido la fecha de finales de año. Pedro Sánchez se ha buscado una posibilidad de conservar el poder desde la estrategia del miedo a esa derecha que viene impulsada por los vientos ultras que soplan en otras partes de Europa. El problema de este plan del presidente socialista es que ha sido precisamente él, el combustible que ha alimentado a esa derecha trumpista y ultra que amenaza a todos los sectores que no piensan como ellos; por supuesto, Euskadi y su autogobierno. No hay más que recordar las palabras de Díaz Ayuso en Bilbao, acusando al PNV de racista, o de Miguel Ángel Rodríguez en Durango, situando a Euskadi fuera de los valores de Occidente. Si algo ha confirmado la pasada campaña es que el programa electoral y político con el que se presenta la derecha-extrema-derecha se reduce a un único punto: liquidar a Sánchez y su legado al grito de “que te vote Txapote”. Y es una propuesta de éxito.