Debí de haber dejado Tinder en enero de 2021. El día después de una primera cita que duró ocho horas y en la que se vislumbraba un futuro lleno de vino, rosas y una hipoteca a 50 años, tuve que comunicarle a mi partenaire que era positivo en covid-19 y que tenía que quedarse encerrada quince días en casa –en la suya, no se crean–. En ocasiones pienso que hubiese sido menos traumático confesar que tenía una ETS que no hubiese sido detectada hasta el momento. Digo que debí haberme dado de baja, porque no lo hice. Ya saben, cosas de sentirse querido en el siglo XXI. Pero ahora sí, ahora ya no hay Tinder, sólo métodos tradicionales. Como poner un anuncio, no en un periódico, sino en una inmobiliaria, servicio que es capaz de transformar el amor en algo útil, es decir, en un piso a medida de una ciudad como Donostia, hostil a los solteros y con un problema irresoluble de vivienda tras 40 años de gobiernos de todos los colores y pese a que se brinde al sol en campaña. Y es que, más allá de la voluntad política, los propietarios particulares –ya sea por compra o por herencia– sueñan libidinosamente con una inflación en la que los metros cuadrados cuesten mañana más que hoy. Por eso, el verdadero voto útil es a aquel que les garantice una pareja con la que compartir un préstamo o a aquel que les subvencione la versión premium de Tinder. l