La sequía golpea, pero sobre todo amenaza a futuro. Ayer me llegó un nuevo lote de aceite de oliva extra a coste cero: los paga mi amatxo. La garrafa le costó en noviembre 26,50 euros, pero dice que ya está “casi a 35”. Es de la fábrica a la que venden las aceitunas en la cooperativa del pueblo. Le cuentan que “da pena el olivar” en su tierra, Extremadura, y que si no llueve para mayo, malo. Me vienen recuerdos, años de transición entre la Universidad y el mercado laboral, del verano que me tuvieron entretenido trabajando primero en los invernaderos de mi tío en Urrestilla; y del octubre que me pasé en el verdeo (la cosecha de aceituna), mano a mano con mis abuelos, subido a una escalera, con los dedos forrados de cinta aislante para que mis manos de oficinista no se lastimasen al pasarlas en forma de cepillo arrancando los frutos de las ramas hacia el cesto que me colgaba del pecho. Comíamos en el campo, de fiambrera, y trabajábamos de sol a sol. Literal. Cuando pardeaba (así le decía mi abuelo al atardecer), cargaba todas las cajas que entraban en la vieja Renault Express. Y luego corría 6-7 kilómetros hasta el pueblo por una pista de tierra. Llegaba a la cooperativa y relevaba a Clemente en la cola para descargar en la tolva. Lali ya estaba haciendo la cena. Ese año me puse como un toro. Y hoy me siento nostálgico.