Es una escena que se repite con frecuencia, tanto en las grandes ciudades como en esos pequeños pueblos que recorremos en este descanso festivo en el que el tiempo parece discurrir de un modo más pausado. Llama la atención la cantidad de gente que guarda cola disciplinadamente a la entrada de las panaderías, cuando el interior de los establecimientos no está a rebosar de clientes. Es algo que no ocurría en la misma medida en otro tiempo. Aquella distancia social que aconsejaba el fatalismo optimista del incombustible Fernando Simón, parece haberse anclado por herencia de la pandemia. Si no hemos sido pródigos en besos y abrazos, la crisis sanitaria no nos ha despertado precisamente un espíritu caribeño. Es fascinante advertir la de ideas que pueden rondar tu cabeza mientras haces la cola del pan. La mente vaga hacia un terreno inhóspito, y se pregunta por tantas conductas y costumbres que seguimos adoptando y que nacieron en contextos que creemos por completo olvidados. Recuerdo un viaje a Etiopía en el que nos adentramos en una remota aldea rural. Sus habitantes cubrían travesías a pie durante días para aprovisionarse de algo tan básico como el agua. El viaje ya no está presente a diario en mi mente, pero sí la costumbre que arraigó entonces de abrir el grifo solo lo estrictamente necesario.
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