Existen personas que son indiscutiblemente atractivas. Hablo de algo objetivo: responden con supremacía a los cánones de belleza. Y si, además, da la casualidad de que son majas y agradables, no hay quien pueda vencerlas en un cortejo. Sin pretenderlo suelen funcionar como un agujero negro, absorben toda la luz, las miradas y los suspiros y hacen que el resto nos volvamos invisibles. Tanto es así que deberían tener vedado el acceso a Tinder y al resto de aplicaciones de citas por abusones. El impacto que causan es tan grande que consiguen que otras personas escriban su teléfono en un papelote y se las ingenien para hacérselo llegar, incluso, personándose en su lugar de trabajo, después de haber rastreado sus redes sociales, claro. Pensarán que esas cosas sólo ocurren en películas. Yo también lo creía así hasta que pedí una caña y una gilda en un local que suelo frecuentar en Donostia. Después de intercambiar algunas palabras con una camarera realmente amable y que ella bromease con el hecho de que no hubiese aceptado una copia del tique, me senté en una mesa alejada del mostrador. Salió de la barra y comprobé que se dirigía hacia mí con un papel en la mano. No podía ser el tique, sólo podía ser su teléfono. Pues bien, me había olvidado de la servilleta de la gilda y para película, la mía.